Llevaban dos años de pandemia y no se
le veía el fin. Una nueva Edad Media se había abatido sobre el mundo propiciada
por la peste. El miedo y la desesperanza reinaban en las calles, en las casas,
en los corazones de la gente. Los otros eran el infierno, la posibilidad del
contagio. Abundaban los demagogos ─que siempre medran en épocas de desaliento
colectivo─, los dioses y sus oscuros sacerdotes habían resucitado, la
irracionalidad le ganaba la partida al recto pensamiento. Se exigían papeles,
salvoconductos para viajar de un lugar a otro. Por el este llegaba lejano un redoble de tambores
de guerra.
En la pequeña y antigua ciudad habían
tomado una sabia decisión: reconstruirían la muralla, voluntariamente demolida
durante la penúltima guerra para evitar que el enemigo se hiciera fuerte
dentro. Ahora el mal estaba fuera.
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