Hoy nuestro vuelo es lento, sin urgencias.
Sostiene nuestras alas
el aire frío y puro
que la altura embellece,
la desolada luz
nevada sobre el mundo.
Qué bajeza sería
profanar tanta calma
soñando con carroña.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
Hoy nuestro vuelo es lento, sin urgencias.
Sostiene nuestras alas
el aire frío y puro
que la altura embellece,
la desolada luz
nevada sobre el mundo.
Qué bajeza sería
profanar tanta calma
soñando con carroña.
"¡No toques eso!"
"¡Lávate las manos!" "¡El gel, Lucía, el gel!"
La niña estaba tan cansada de escuchar
esas instrucciones que empezaba a disfrutar ignorándolas al menor descuido.
La bola era roja y a pesar de estar tirada en la calle resplandecía
como nueva. Rodando, rodando, caída
quizá de la guirnalda de bienvenida de la puerta de una casa o de los adornos
de una tienda, había ido a parar a la rejilla del alcantarillado. Y allí
estaba, quieta y como respirando aliviada por haberse librado del oscuro mundo
de las cloacas; temerosa de que alguien la pisara, haciendo mohines de pena igual que un perrillo
abandonado.
Afortunadamente, mamá hablaba con una vecina y no se dio cuenta de
nada. Lucía acariciaba ya la bola, a salvo en su bolsillo. Era lisa y tan suave que si
hubiera tenido alguno de aquellos bichos con pinchos, lo habría notado.
Cuando llegaron a casa se las ingenió
para limpiarla bien con gel y sacarle brillo sin que nadie la viera. La colocó en
lo más alto y la miró, llena de orgullo. Era la más grande, la más bonita. Gracias a
ella el árbol de este año no parecía tan triste.
"Bolita callejera, murmuró, vas a
traernos mucha suerte".
...Y sin embargo, aún podemos celebrar todo lo que hemos aprendido:
-Que la fragilidad está muy cerca de la verdad y de la belleza.
-Que se puede sonreír con los ojos.
-Que se puede abrazar sin los brazos.
-Que todos somos teclas de un mismo piano, notas de una misma partitura.
-Que los corzos se han atrevido a abrevar en las fuentes de colores.
-Que todos somos supervivientes.
-Que han nacido flores en los senderos.
-Que el silencio tiene su propia música.
-Que en cada casa cabe el mundo entero.
-Que la distancia no se mide en metros.
-Que cada corazón es una casa.
-Que nunca hemos de dar por conquistada la alegría.
-Que muchas personas han sabido ser sol en la niebla, luz en la noche, mano que cura la herida.
-Que cualquiera puede ahora ampliar esta lista...
Alegres pastaban los tiernos corderillos...
Al paso del caminante, uno de ellos, quizá el más clarividente, levantó la cabeza y se lo quedó mirando. Su balido parecía decir: ¡Feliz Navidad! Pero más que a deseo sonaba a imploración.
Cada vez que encendía el ordenador, tras teclear la clave, en la pantalla se encendía esta frase: TE DAMOS LA BIENVENIDA. Se preguntaba con inquietud por el sujeto de ese -diríamos que convencionalmente cordial- saludo. ¿A quién representaba esa primera persona del plural que con tanta familiaridad lo tuteaba? Y no podía evitar que su suspicacia fuera a más. ¿Y si detrás de ese elíptico nosotros no había un 'quiénes', sino un 'qué'?
A través de la ventana del jardín la ve llegar todos los días, siempre a la hora del desayuno. La urraca se posa en lo más alto del abedul, en esa ramita temblorosa que el viento convierte en aparato de equilibrismo. Nunca se para en el tilo, que está justo al lado. Las ramas desnudas del abedul casi brillan, de tan blancas, como una osamenta antigua, bien limpia de carroña. Las del tilo son oscuras, muy próximas a la negrura. El plumaje de la pega es blanco y negro, pero por alguna razón sólo busca la armonía del blanco, de la mitad de su naturaleza.
El fotógrafo no se pregunta qué reglamento de régimen interno, qué deseo inconsciente, qué especie de rutina obliga a la picaza a detenerse todos los días en el mismo sitio y a la misma hora. No busca respuestas, prefiere imaginarlas. E imagina que la urraca, igual que el muchacho siberiano del que hablan los periódicos, lo que quiere es pillar internet. Al fin y al cabo, en palabras del poeta, su casa y su jardín están situados en "el corazón de roble de Iberia y de Castilla". Sólo una letra le falta a Iberia para ser Siberia: ambas son frías y están poco habitadas. Y en ambas hay que esforzarse y subir a lo más alto para captar las débiles señales que llegan del mundo exterior.
Habían nacido en la edad de las distancias, de la desconfianza, del no tocar ni ser tocado, de medir con la mirada la separación higiénica. Se acostumbraron a no abrazar y a no ser abrazados. La sabia naturaleza hizo el resto: les salieron púas.
Así surgió la estirpe de los niños erizo.
Al principio todo pareció ir bien (somos seres
adaptables) pero cuando estos niños se hicieron mayores comenzaron a sentir el
frío de la existencia, que solo la compañía atenúa. Y entonces, al intentar
acercarse unos a otros, descubrieron con desesperación que los habían obligado a elegir entre el frío
y el dolor.
Afuera ulula un viento helado y ráfagas de una nieve mezquina y ratonera, apenas esquirlas de hielo, azotan los cristales. Tarde de úrguras en las Tierras Altas de Soria.
Quiero combatir este frío ártico con una palabra recientemente rescatada de mi infancia salmantina: 'RACHIZO'. Como me ocurre con frecuencia en estos casos, no la encuentro en el DRAE, pero vive en mi memoria. Y me gusta. Rima con 'hechizo' y en su etimología creo rastrear relaciones peregrinas con 'racha', 'rachear' y 'rajar'. Me conducen por un lado a las rachas de viento y nieve, y por otro a rajar con el hacha un buen tronco para que arda mejor.
Según yo la interpreto se refiere a un leño, un grueso trozo de madera abierto y dispuesto para el fuego. Este término no es de carpintería ni para la construcción, es puro combustible. Voy a echar uno a la lumbre. Una pena que no sea de encina, pero el roble tampoco está mal. A falta de pan...
El viejo abejar deshabitado y silencioso, sin el rumor ajetreado de las abejas, con sus colmenas de tronco de árbol -tan parecidas a casas, como si el apicultor quisiera humanizar y seducir al enjambre- y su ingenuidad de industria arcaica... Un valladar arruinado de postes de sabina y dientes oxidados de sierra lo defendió contra los ataques de los ladrones de miel -esos que roban la dulzura que no saben producir-, pero no pudo protegerlo del peor de los depredadores: el tiempo.