Hacía mucho tiempo que no disfrutaban
de un silencio como aquel. Estaba rara la ciudad. Como trasplantada a otro
tiempo. El aire estaba más limpio, el humo de los coches no les manchaba la
cara. Las palomas volaban tranquilas pero no encontraban en el suelo nada que
picotear. Ni niños ni turistas haciendo
fotos. De vez en cuando, el silencio se
rompía a pedazos por las sirenas de las ambulancias. Y todos los días a las
ocho sonaban los aplausos en las ventanas.
Ellos sabían mucho de asedios, de
guerras y de pestes. De jinetes que todo lo arrasaban a su paso. De trompetas
que convocan al final de todos los finales. Pero casi lo habían olvidado. Lo
que no habían olvidado era la forma exacta de pulsar, de frotar, de percutir.
-¿Qué podemos hacer? -se preguntaban.
A su alrededor la atmósfera se había
vuelto ominosa. La ciudad languidecía envuelta en la tristeza.
Sin palabras, llegaron a un acuerdo. A
medianoche afinaron sus instrumentos. La
viola y el rabel, la zanfoña y el salterio, el arpa y el dulcémele y la
redoma despertaron de su letargo centenario con un sonido limpio y dulce, como
recién estrenados, como tañidos por ángeles.
Y una melodía delicada, casi inaudible, jovial y esperanzadora, se expandió por el aire dormido e hizo bailar en
sueños a los apesadumbrados habitantes de la ciudad.
Por primera vez en su legendaria vida, los 24 adustos ancianos músicos del Apocalipsis
sonrieron como niños traviesos entre sus barbas de piedra rizada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario