viernes, 24 de abril de 2020

CORONACUENTOS (8): NO SOMOS DE PIEDRA








Hacía mucho tiempo que no disfrutaban de un silencio como aquel. Estaba rara la ciudad. Como trasplantada a otro tiempo. El aire estaba más limpio, el humo de los coches no les manchaba la cara. Las palomas volaban tranquilas pero no encontraban en el suelo nada que picotear. Ni niños ni turistas haciendo fotos.  De vez en cuando, el silencio se rompía a pedazos por las sirenas de las ambulancias. Y todos los días a las ocho sonaban los aplausos en las ventanas.

Ellos sabían mucho de asedios, de guerras y de pestes. De jinetes que todo lo arrasaban a su paso. De trompetas que convocan al final de todos los finales. Pero casi lo habían olvidado. Lo que no habían olvidado era la forma exacta de pulsar, de frotar, de percutir.

-¿Qué podemos hacer? -se preguntaban.

A su alrededor la atmósfera se había vuelto ominosa. La ciudad languidecía envuelta en la tristeza.

Sin palabras, llegaron a un acuerdo. A medianoche afinaron sus instrumentos. La  viola y el rabel, la zanfoña y el salterio, el arpa y el dulcémele y la redoma despertaron de su letargo centenario con un sonido limpio y dulce, como recién estrenados, como tañidos por ángeles.  Y una melodía delicada, casi inaudible, jovial y esperanzadora,  se expandió por el aire dormido e hizo bailar en sueños a los apesadumbrados habitantes de la ciudad.

Por primera vez en su legendaria vida, los  24 adustos ancianos músicos del Apocalipsis sonrieron como niños traviesos entre sus barbas de piedra rizada.








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