La gran esfera azul giraba por el espacio desesperada y sujeta siempre a su órbita. A quien quisiera escucharla, rompiendo el oscuro silencio del cosmos, profanando la inaudible música interestelar, lanzaba una queja cada vez más frecuente:
-No me hacen caso. No atienden a mis advertencias.
Los grandes astros callaban. El Creador parecía estar muy lejos, quizá en ningún sitio. Solo la luna, compañera obligatoria de viaje, con cierto deje de envidia vengativa, le susurraba un augurio macabro:
-Mírame bien. Soy lo que serás: hermosa y desolada.
Los habitantes de la esfera azul eran duros de oído, miopes e insensibles. De poco habían servido las señales de aviso: incendios, inundaciones, hambrunas y sequías.
La respuesta le llegó de dentro, de donde menos la esperaba. Una bolita microscópica, apenas viva, cabalgando a lomos de un murciélago -diminuto jinete del apocalipsis- se afilaba las espículas, dispuesta a dar el gran salto:
-Se van a enterar. Déjalo de mi cuenta.
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