Aún es pronto para saber la huella que el
destructor paso de esta pandemia dejará en el diccionario. Algún rastro
quedará, sin duda, si bien su existencia puede ser muy breve, lo que tardemos
en superar esta catástrofe universal. Lo que es seguro es que nadie olvidará a su minúsculo y letal
protagonista, bautizado con un nombre que mezcla la ciencia con la metáfora: coronavirus.
Los medios de comunicación recogen otras
creaciones léxicas asociadas a ese nuevo ecosistema que el confinamiento ha
creado: balconazi, cuarempena, covidiota,
infodemia, confitamiento. Le auguro una existencia efímera a la mayoría de estos
neologismos: no llegarán a gozar de un confortable asiento en el diccionario.
Son demasiado contingentes.
Prefiero fijarme en una de las palabras más
usadas estos días -que lleva mucho tiempo entre nosotros- y dejarme llevar por
los caprichosos caminos de la etimología. Me estoy refiriendo a mascarilla, cuyo origen nos remite a máscara, del que es lógico diminutivo,
atendiendo al hecho de que es más pequeña pues solo cubre una parte del rostro.
La palabra española procede del italiano maschera,
que a su vez debió de tomarla del árabe masharah,
cuyo significado era 'objeto de risa'. Y aquí nos aparece esta cruel burla del
destino escondida en el léxico, pues la máscara la asociamos -no solo, pero
mayoritariamente- a la fiesta, al teatro, al carnaval. Y con el diminutivo
-que normalmente, tamaños aparte, suele introducir un matiz afectivo y
cariñoso- se nos ha cargado aquí de todo ese simbolismo dramático de peste, de
enfermedad contagiosa.
Este año los venecianos tuvieron que dejar de
lado sus hermosas máscaras de carnaval para ponerse a buscar como locos
mascarillas de protección. Y todos hemos hecho un poco lo mismo. A veces la
distancia entre la alegría y la desgracia es tan corta como un diminutivo.