Muchos
son los nombres con que se designa esta humilde planta rupestre, que parece
empeñada en crecer donde no debiera: en los muros, las rocas, las cortezas, las
grietas de los materiales más duros. Siempre en territorios hostiles, huyendo
del humus, de la facilidad. Pertenece a esa estirpe vegetal de frontera, colonizadora
y pionera, empeñada en convertir lo estéril en fértil, en trasmutar lo inerte
en orgánico: hermosa y sacrificada tarea que nadie agradecerá. Y luego está la
forma de sus hojas carnosas, suculentas, que nunca se le olvida al niño que ha
frecuentado las ruinas, las grutas, los tejados, los peñascos, las umbrías: un
atlas de lugares abruptos, despreciables, olvidados.
¿Y
el nombre, los nombres? Esta planta invita a la analogía, a la metáfora. La
imaginación popular ha visto en ella embudo, cazuela, caracol, sombrero de
tejado, vaso, montera, chuleta, sartén, campana..., casi siempre en cariñoso
diminutivo: sombrerete, vasico, campanilla... Y le ha atribuido poderes
sanadores universales: tolocura, sanalotó, curalotodo...
Pero
ninguna de estas denominaciones convoca el encanto del nombre más
utilizado: Ombligo de Venus. ¿Qué le
pasaría por la cabeza al curioso botánico que la bautizó? ¿Qué sutil carga de
sensualidad quiso inocular en esta planta marginada? Los caminos por los que el
mito encarna en la realidad más modesta son inescrutables.
Yo
la recuerdo, de antes de saber su nombre -que siempre asociaré a nuestra
añorada hermana- brotando impávida en el murete del brocal del pozo o entre las
hendiduras del acantilado rocoso de la Cuesta Utrera. Ombligo de Venus, ombligo
de la infancia, ombligo del recuerdo.