Se cruzó en mi camino esta palabra -no creo habérmela topado antes- al leer Historias de la Alcarama, de Abel Hernández. Recordar este encuentro -memorable como el de una persona- me devuelve al estado de lectura mágica en que me sumió esta obra que recrea como pocas un mundo desaparecido, la ruina de toda una civilización -la de la cultura campesina- en las Tierras Altas de Soria.
Úrguras es uno de esos términos que no vive en el diccionario, un localismo en trance de extinción, presente solo en la memoria viva de personas con muchos años que probablemente nunca han consultado un diccionario y en algunos textos y libros que se empeñan en resistir al olvido. Su fonética oscura, como recién expulsada de una cueva, se hermana a la perfección con el significado que se le atribuye. La reiteración de la u, el consonantismo gutural y la acentuación esdrújula contribuyen a sugerir el ulular del viento. En singular equivale a una tormenta de nieve, una ventisca, una cellisca, nevasca o nevazón. Vientos helados que levantan remolinos y convierten el aire en una nebulosa arrebatada. El Burán o la Purga de las estepas siberianas. En plural, nuestra forma preferida, se personaliza con el animismo de los fenémenos meteorológicos extremos propios de la cultura campesina en enclaves aislados y pasa a designar a unos seres mitológicos, brujas blancas y sin embargo tenebrosas, que ciegan los ojos y los caminos, que seducen con su blancura heladora, que aúllan como furias al colarse por las chimeneas, que tañen sin manos los badajos y hacen sonar las campanas.
¿Qué queda de todo esto en la memoria del urbanita? Nada. En el mejor de los casos una palabra rara leída por azar en algún sitio: úrgura. Y su seducción oscura.
La foto que acompaña a este texto está tomada en una calle de ciudad, en medio de una tormenta nocturna de nieve, en que los copos errantes, captados con una velocidad lenta, adquieren cierto aire fantasmal o de cometas. Un pobre y domesticado remedo de una auténtica noche de feroces úrguras.
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