Como
le ocurre a diario, se le han pasado las horas casi sin enterarse, encerrado a solas con su ordenador, primero peleándose
con los códigos y después viendo dos capítulos de una serie. Siguiendo su
ritual, se estira en la silla, se levanta y va hacia la ventana para abrirla y
permitir que entre el aire de la noche y se ventile el ambiente cargado. Antes de traspasar la puerta
de la habitación, de camino al cuarto de baño para aliviar el peso de su
vejiga, se vuelve, de pronto, extrañado sin saber por qué. Una percepción
retardada. Regresa a la ventana y mira bien. No ve nada. Sí, es de noche, pero
debería de haber luz en alguna ventana, las farolas de la calle, la silueta de
las casa de enfrente, la terraza de la cafetería, la masa de los árboles...
Quizá ha habido un apagón en el alumbrado público. Sí ya, pero ¿y los faros de
los coches? En su calle hay bastante tráfico. Un poco de brisa, tal vez. ¿Y el
sordo murmullo de la ciudad? Pone en alerta todos sus sentidos y, después de un
rato, no tiene más remedio que admitir que fuera no hay nada, absolutamente
nada. Tinieblas y silencio, como si alguien hubiera borrado el dibujo del
mundo. Una certeza que se le impone sin posibilidad de refutación.
No
se atreve a abrir la puerta de su habitación para ir al baño, no siendo que dé
directamente sobre el vacío. Subido en una silla, orina por la ventana, sobre un
abismo hueco, sin miedo a que nadie se queje. Mientras regresa a su ordenador con la remota esperanza de que la anormalidad se disipe, concluye que nadie debería dar nada por supuesto.
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