viernes, 24 de noviembre de 2017

NAVABELLIDA (II)

          



          Pasear por estas calles de silencio espeso no es experiencia trivial. Sobrecoge. Sientes el peso de los años muertos, de las vidas trasplantadas, de todas las historias que aquí pudieron ocurrir pero que no ocurrieron ni ocurrirán. Sientes las frías manos de la ausencia alrededor del cuello, amenazando la respiración. Compartes el dolor de quienes se fueron y no quisieron volver ni en verano, cuando los pueblos desertados reviven. Las cosas se han abandonado a su propia desidia, las puertas no guardan ni ofrecen, las ventanas son ojos cruelmente vaciados con una cuchara, las piedras se dejan ir hacia el escombro, en el campanario solo sobrevive la melena de la campana, no restalla la pelota contra el frontón desconchado. 

          Hasta la vegetación del arroyo seco, en esta mañana de otoño, recuerda que el árbol también sabe de ruinas, sufre la proliferación pervertida de hiedras y raíces. Nada escapa aquí a la llamada del desastre. Contemplar el pueblo desde lejos es como abrir la tripa del tiempo, esa alimaña sin alma,  y descubrir, a medio digerir, a medio corromper, el cadáver engullido de Navabellida. Hasta que de ella solo quede el nombre y montoncitos de egagrópilas. Quizá por eso los buitres avizoran desde lo alto, patrullan sobre esta carroña de lustros. En el pueblo hay indicios de oveja, huele a oveja; los rebaños parecen haber pacido polvo en cuadras, cocinas y alcobas tras haber batido a placer el barro de las estancias con sus patas cansinas. Pero no vimos ni una sola oveja. Como si desaparecieran a los ojos de los vivos y su existencia necesitara de espectadores más refinados.

          Navabellida, el despoblado del hermoso nombre; nombre de resonancias medievales, nombre de romancero, de cuando el idioma estaba naciendo y no le tenía miedo a nada, ni a la extensión de las palabras ni a las emociones más puras y directas, como la que pudo estremecer  al repoblador que se asentó en esta tierra y la bautizó. 

          Nava bonita, un buen lugar para volver a empezar con un rebaño de ovejas.




                                      


   



















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