La
había visto muchas veces, siempre que acudía a la tintorería y mientras
entregaba sus prendas en el mostrador. Estaba al fondo del local, entre hileras
de trajes colgados, afanada en su centro de planchado, persiguiendo las arrugas
de un vestido de novia, de un traje de gala, de una camisa, con el virtuosismo enfermizo de un músico, con la obcecada necesidad del inquisidor que desea
aniquilar el menor brote herético. Pasaba y repasaba la plancha con maestría, deslizándola
con gracia aérea, las cejas fruncidas y
la punta de la lengua asomando entre sus labios en un gesto infantil de porfía
contra las dificultades, acompasada a los bufidos del vapor que ponían una nota de cansancio animal a la escena. La miraba admirándola, como hacía siempre que
encontraba a alguien que se entregaba a su oficio con una pasión humilde y
voraz, digna de mejor objeto.
Últimamente
empezó a fijarse en un detalle inquietante: la planchadora -todavía joven-
envejecía prematuramente, a pasos agigantados, consumida por su obsesión perfeccionista. Le fue
fácil deducir que allí estaba produciéndose una extraña transferencia; era como
si cada una de las arrugas que eliminaba en los tejidos se fueran instalando en su piel.
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