El
profesor jubilado regresó por primera
vez a su instituto dos años después. Habían sido dos años tornadizos en los que
a la molicie casi divina de la ociosidad
inicial siguió un periodo de desconcierto por no ser capaz de disfrutar
todo lo que había imaginado. Nunca fue un convencido de la causa
pedagógica: había ejercido su profesión
con diligencia y eficacia, pero sin entusiasmo, sin perder de vista que era un
trabajo y que no debía poner en él toda el alma. Por eso le extrañaba más esa querencia al retorno que se
ahondó con el paso de los días hasta hacérsele insoportable. Se veía atrapado
en un pantano, un lugar donde había desaparecido esa percepción tan necesaria
de inminencia, de que algo iba a ocurrir.
-¿Echabas
de menos esto, eh? - afirmaba en modo de pregunta el Director al recibirlo en
su despacho. Había en sus palabras algo
de ese malsano disfrute de una profecía cumplida. Como si lo hubieran estado
esperando.
-Más
de lo que me gustaría confesar -se sinceró.
Enseguida
el Jefe de Estudios hizo planes para él. Los últimos recortes presupuestarios
le habían obligado a recargar los horarios y
un sordo malestar se había instalado entre sus compañeros del claustro,
que lo culpaban a él del exceso de trabajo.
-Podrías
encargarte de un par de grupos de apoyo. Nos vendría muy bien.
Extraoficialmente, claro.
-Creo
que no me he explicado bien. Lo que yo quiero es matricularme en primero.
El
Director y el Jefe de Estudios se
miraron y, con esa complicidad nacida en los cinco años compartidos en el Equipo
Directivo, sonrieron al tiempo, comprensivos hasta la lástima, mientras al
profesor jubilado los ojos y los oídos se le iban al guirigay irresistible del
patio en el recreo.
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