El fotógrafo aprendiz se echó a la calle con una intención peregrina: retratar el viento. Disparó a todo lo que se movía y hasta a lo que se estaba quieto. Trataba de apresar lo inapresable, de volver visible a un ser esquivo y transparente. Muy pronto tuvo que reconocer su fracaso y regresó a casa dispuesto a borrar todo el material. Se dio una última oportunidad antes de enviarlo a la papelera electrónica, al abismo de lo descartado. Miró con calma y entonces lo vio. El viento estaba allí:
En el alboroto de ramas de los abedules
En la enloquecida copa de los abetos
Hojeando con impaciencia las ofertas comerciales
Arrastrando rodamundos de la estepa hasta el parque
Haciendo bailar a los pantalones vaqueros con las toallas en los tendales
Creando un tapiz de hojas secas en la urdimbre de la valla
Arrancando a jirones las banderas.
(Solo había que saber mirar.)
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