Había
sido la única creencia firme de su vida, brutalmente arruinada por el Nano, un
chico repetidor y dos cursos por encima de él. Fue una mañana de enero, al día
siguiente de terminar las vacaciones de Navidad. El Nano se acercó al sector
del patio donde jugaban los cursos inferiores y, primero en siniestros susurros
y después a voz en cuello y con una entonación de asesino de niños, gritó:
"¡Los Reyes son los padres! ¡Los Reyes son los padres!". En la comisura de sus labios, un hilillo de
baba delataba que el Nano estaba
disfrutando culpablemente con su tropelía. La rápida intervención de una
maestra, horrorizada por aquel ataque salvaje contra la inocencia, minimizó los
daños, aunque, por lo que a él respecta, el estropicio estaba hecho: algunos niños no llegaron a comprender,
pero él sí, y la dubitativa reacción de sus padres al llegar acongojado a casa
confirmó sus peores sospechas.
Desde
entonces, desde aquella mañana de enero de sus seis años, no había vuelto a
tener fe en nada. Y no fue por falta de voluntad. Pero siempre algún Nano real
o, lo que es peor, los nanos que pululaban en su interior, acababan con sus
endebles intentos de autoengaño.
Pasado
el tiempo, las cosas tomaron otra perspectiva y, como suele ocurrir en las
ciudades pequeñas, siguió topándose con el Nano por la calle o en algún
bar pero nunca le habló, nunca le dijo
el papel que había jugado en su vida. Creía estarle íntimamente agradecido por
haberle abierto los ojos de una vez y para siempre ante lo ilusorio de nuestras
ilusiones. Quizá hasta le debía su vocación científica. El Nano ni siquiera lo
miraba. Continuaba siendo ese alumno de curso superior que no se rebaja a
conocer a los pequeñajos.
Ayer
volvió a ver al Nano en la aglomeración enloquecida de clientes que apuran sus
compras de última hora para la Noche de Reyes. Igual que otras veces, lo espió
en la distancia. Seguía fascinado por el enigma de cómo aquel niño que había
encarnado para él y durante mucho tiempo la maldad se había convertido en un ciudadano inofensivo
y hasta cariñoso. El Nano, acompañado de su mujer, estaba envolviendo juguetes en ese papel de regalo que
algunos centros comerciales ofrecen gratuitamente a la salida. Se le veía
feliz, manejando con destreza el gran rollo de papel, cortando, plegando con
esmero las esquinas. Le salían unos paquetes perfectos. Se acercó más y pudo
escuchar sus comentarios de padres que han hecho un gran esfuerzo por cumplir
las peticiones que sus hijos han garabateado en la carta a los Reyes.
Algo
que no le gustaba pero que se le impuso irremediablemente empezó a crecer
dentro de él. Tuvo que contar hasta diez para no lanzarse al cuello del Nano y
gritarle: "¡Impostor! ¡Has arruinado mi vida!". Habría desgarrado el
papel de los regalos, habría triturado los paquetes a pisotones, hasta que las
piezas del barco pirata fueran irreconocibles y las tripas de la muñeca
sangraran sobre el suelo. Logró frenarse a tiempo. "Son muchos años de
ejercer el control de esta emoción", pensó. "No voy a echarlo todo a
rodar en un segundo de ofuscación".
En
realidad, sin que él fuera consciente todavía, una forma más fría y refinada de
venganza se estaba gestando en su mente. Buscaría a los hijos del Nano -no era
muy difícil en una ciudad pequeña, quizá en la cabalgata- y les susurraría al
oído, con su mejor voz de Herodes provinciano: "Los Reyes son los
padres".
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