Esta
palabra de origen árabe, hermana de guarismo, ha saltado de los libros de
matemáticas al lenguaje común y se ha convertido en el término fetiche que
subyace a los más deslumbradores e inquietantes procesos tecnológicos del mundo
actual. El poder de estos "conjuntos ordenados y finitos de operaciones
matemáticas que aportan la solución de un problema" es cada vez mayor. Una
oculta legión que nos gobierna. Una tiranía invisible.
Cuando
Galileo afirmaba que" las matemáticas son el lenguaje en el que Dios
escribió el universo" estaba haciendo de la naturaleza un espacio racional,
ordenado, predecible, sometido a una norma que alejaba al tiempo el caos y el
capricho divino. Pero cosa muy distinta es ceder a los números la gobernanza de
nuestra vida, el delicado tejido de nuestra intimidad. Ahí ya no percibimos esa
"austera belleza" de las matemáticas de la que hablaba Bertrand Russell sino
un diabólico proyecto de esclavizarnos a fuerzas que nos superan.
Los
algoritmos han reducido nuestras almas, esa exquisita y exclusiva complejidad
que nos define y de la que tanto solíamos vanagloriarnos, a una fría fórmula.
Nuestros deseos, nuestras opiniones, nuestra memoria, el perfil de nuestra personalidad,
todo lo que somos y lo que seremos queda atrapado en una secuencia numérica.
Nos hemos vuelto perfectamente predecibles en nuestros gustos y tendencias.
El
oro del futuro -y casi del presente- es el Big Data, ese almacén masivo de
datos del que tanto partido pueden extraer vendedores de toda laya, políticos
sin escrúpulos, estafadores y compañías de oscuro negocio. Cada vez que uno de
nuestros dedos pulsa una tecla o acaricia un icono en una pantalla táctil,
estamos regalando un trocito de nuestra identidad. Esa mínima presión, ese
calorcillo animal que cierra un circuito vale por una confesión, es una entrega
a cuenta. El Gran Alquimista transformará esos patrones de conducta en oro
contante y sonante, en beneficio empresarial, en dominio sobre nuestra
conciencia. Atrapados en una infinita red de algoritmos que nunca dan la cara,
el sueño del libre albedrío, el reducto más íntimo de
nuestro ser, el sancta sanctorum de nuestra individualidad y el libre revoloteo de
nuestra libertad parecen cada vez más frágiles, más ajenos.
Un
escalofrío debería recorrer el mundo. Pero seguimos entregados a nuestra
frenética vorágine de dedos todopoderosos.
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