Fue
en una de estas conversaciones de ascensor, en las que el tópico florece
espontáneamente como defensa frente a un silencio incómodo. Esta vez no
hablábamos del tiempo sino de otro de esos temas que, desgraciadamente, en
nuestro país y en nuestro tiempo se han convertido en recurrentes. Una especie de
ruido de fondo que no nos molestamos en escuchar porque todo es consabido. Ni
siquiera es ya motivo de discusión pues, sea cual sea el color político del
hablante y de los oyentes, el acuerdo es unánime: todos los políticos son
iguales. Todos son igualmente corruptibles y corruptos. Nadie se atreve a
discutirlo, a matizar, no vaya a ser tenido por cómplice o por ingenuo. Es lo
que tienen los estereotipos, esos falsos atajos que pretenden simplificar lo
complejo de la realidad.
La
vecina del cuarto, una mujer mayor que había pasado toda la vida en el pueblo y
que tras la jubilación de su marido pastor había decidido pasar sus últimos
años al abrigo confortable de un piso en la ciudad, permanecía callada, sin
participar en el intercambio de trivialidades, como si el asunto no fuera con
ella. Finalmente, a punto de llegar a su destino, sentenció: "¡Qué
ladronicio!".
Ese
profesor academicista, cultista y estirado que llevo dentro la miró con
condescendencia, a punto de corregirla: "Se dice latrocinio, señora.
La-tro-ci-nio." Afortunadamente, ese muchacho de pueblo que también llevo
dentro y que me hace respetar el habla de los nativos de un mundo en el que las
palabras realmente importaban más allá de su corrección convencional, me hizo
morderme la lengua.
Ladronicio:
masticando lentamente la palabra -como debe hacerse con cualquier palabra nueva
antes de que la costumbre la desustancie- extraemos ese jugo de lo auténtico, la
reciedumbre significativa de lo que está próximo al origen. En este caso, dos
sílabas iniciales que no dejan lugar a dudas de su parentesco con 'ladrón' y
ese eco final que rima con 'estropicio'
o 'fornicio'.
Nada
más llegar a casa consulté el diccionario. He de decir que el muchacho del
pueblo se alegró infinitamente y que el profesor no lamentó en exceso la
rotunda lección que acababa de recibir. En la página 1342, columna izquierda,
casi al final, aparecía recogida la palabra que una mujer de escasos estudios
había rescatado del acervo profundo del idioma.
Desde
entonces, cada vez que viene a colación -y para nuestra vergüenza sucede con
demasiada frecuencia- susurro, satisfecho, entre dientes: "¡Qué
ladronicio!". Y espero a que algún pedante de oído fino me corrija.
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