Desde que surgieron estuvo muy
presente en las redes sociales. Subía al muro toda su vida. Apenas había momentos de su existencia que no hubieran
quedado allí registrados en forma de tuits, de posts, de memes, de etiquetas, de
vídeos, de "Me gusta". De selfis, sobre todo de selfis. Quien
quisiera conocer cómo era, cómo pensaba, cómo había ido cambiando, no tenía más
que asomarse. Lo más íntimo de su ser, la historia de su corazón y de sus ojos,
iban apareciendo allí a retazos, como las teselas de un gran mosaico.
-No es narcisismo -explicaba a quien
criticaba su costumbre-. Es algo mucho más importante: la única forma de
permanecer que está al alcance de mi mano - y lo decía como si tuviera un
presentimiento.
Murió
relativamente joven, en efecto, y durante un tiempo su perfil se mantuvo a la
vista de todos. Sus amigos visitaban con frecuencias aquellas reliquias y
esperaban que, por un milagro informático, siguiera publicando. Pero su
inmortalidad duró poco: un algoritmo centinela se percató de que con su
fallecimiento había dejado de ser una potencial consumidora y dio por cancelada
su cuenta.
Demasiado
tarde para comprender que cuando todo se te ofrece gratuitamente es porque tú
eres la mercancía apetecida. Y la inmortalidad no se paga con tan poco.
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