viernes, 30 de diciembre de 2016

CUENTO DE NAVIDAD


                                                                         

                La trataban como a una niña. A sus años. Lo pensó mejor: la trataban como lo que era, como a una novata, como a una recién llegada. No se fiaban de ella. También allí había jerarquías. "Es Navidad", imploró. Pero no consiguió nada.

                -Puedes mirar un rato por ese agujero. Eso es todo. El próximo año ya veremos - concedió la supervisora.

                Ella conocía bien el  pequeño agujero en la madera del suelo del sobrado que servía de techo a todas las estancias de la casa. Muchas veces de niña se había divertido espiando desde arriba. Y ahora tenía la fortuna de que  la mesa entraba de lleno en su campo de visión. La familia entera estaba reunida en la comida de Navidad. Había el mismo número  de personas que el año pasado: faltaba ella, pero estaba el recién nacido. Al principio se sintió un poco defraudada. Todos hablaban, reían, comían y bebían como todos los años. Apenas había cambios en el menú. El rumor de la fiesta le era tan familiar que casi podía adivinar lo que iba a decir cada uno, lo que iba a pasar a continuación. En contra de sus suposiciones, nadie la mencionaba, su nombre no aparecía en los comentarios que entrelazaban los comensales. En aquellos momentos hubiera bajado atropelladamente las escaleras, hubiera abierto la puerta y se habría plantado en medio de todos gritándoles en la cara su infidelidad. Entonces comprendió por qué no la dejaban pasar. Todo estaba demasiado reciente y ella siempre había sido muy impulsiva. Seguía sintiendo un poco; aún sangraba la herida. Tenía razón la supervisora. Quizá el próximo año podría estar sin estar, mezclarse con ellos sin que lo notaran, diluida en la atmósfera de la celebración, pero de momento eso no era posible.

                Mirando con delicadeza -una nueva percepción que le había sido regalada- descubrió lo que hasta entonces le había pasado desapercibido. Había pequeños cortes, interrupciones momentáneas en el fluir de la conversación. Un súbito reflujo de pena ahogaba las palabras de alguien. Los demás simulaban no darse cuenta y continuaban hablando, hasta que eran ellos los que sentían el mismo calambrazo. Incluso la niña pequeña, que siempre sonreía, sufrió durante un segundo un ataque insospechado de tristeza y un pucherito que amenazaba llanto se dibujó en su cara. Era como si un ángel negro, casi transparente, volara por la habitación y se posara caprichosamente en la cabeza de cada uno, por turnos, y solo ella pudiera verlo desde su pequeño mirador.

                Por lo demás la comida fue espléndida y todos alabaron el punto de horneado del pavo y lo delicioso del relleno. El fuego de la estufa caldeaba la vieja cocina y propagaba llamaradas de luz que iluminaban los rostros. Hasta cantaron villancicos. Pero no hubo brindis: a nadie se le ocurría una frase que no tuviera un envés doloroso.

              -Se acabó el tiempo -cortó la supervisora, cuando la gente empezaba a levantarse de la mesa-. El próximo año más. Quizá te dejemos entrar. Cuando te hayas vuelto más sutil.

              Con resignación de niña a la que se le acaba el recreo, dejó de mirar. Pero ya no le importaba tener que marcharse. Ahora sabía que no la habían olvidado. Que, sin estar, seguía estando con ellos. En ellos.




                                                                          A quienes compartimos una ausencia.


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