La
trataban como a una niña. A sus años. Lo pensó mejor: la trataban como lo que
era, como a una novata, como a una recién llegada. No se fiaban de ella.
También allí había jerarquías. "Es Navidad", imploró. Pero no
consiguió nada.
-Puedes
mirar un rato por ese agujero. Eso es todo. El próximo año ya veremos -
concedió la supervisora.
Ella
conocía bien el pequeño agujero en la
madera del suelo del sobrado que servía de techo a todas las estancias de la
casa. Muchas veces de niña se había divertido espiando desde arriba. Y ahora
tenía la fortuna de que la mesa entraba
de lleno en su campo de visión. La familia entera estaba reunida en la comida
de Navidad. Había el mismo número de
personas que el año pasado: faltaba ella, pero estaba el recién nacido. Al
principio se sintió un poco defraudada. Todos hablaban, reían, comían y bebían
como todos los años. Apenas había cambios en el menú. El rumor de la fiesta le
era tan familiar que casi podía adivinar lo que iba a decir cada uno, lo que
iba a pasar a continuación. En contra de sus suposiciones, nadie la mencionaba,
su nombre no aparecía en los comentarios que entrelazaban los comensales. En
aquellos momentos hubiera bajado atropelladamente las escaleras, hubiera
abierto la puerta y se habría plantado en medio de todos gritándoles en la cara
su infidelidad. Entonces comprendió por qué no la dejaban pasar. Todo estaba
demasiado reciente y ella siempre había sido muy impulsiva. Seguía sintiendo un
poco; aún sangraba la herida. Tenía razón la supervisora. Quizá el próximo año
podría estar sin estar, mezclarse con ellos sin que lo notaran, diluida en la
atmósfera de la celebración, pero de momento eso no era posible.
Mirando
con delicadeza -una nueva percepción que le había sido regalada- descubrió lo
que hasta entonces le había pasado desapercibido. Había pequeños cortes,
interrupciones momentáneas en el fluir de la conversación. Un súbito reflujo de
pena ahogaba las palabras de alguien. Los demás simulaban no darse cuenta y
continuaban hablando, hasta que eran ellos los que sentían el mismo calambrazo.
Incluso la niña pequeña, que siempre sonreía, sufrió durante un segundo un
ataque insospechado de tristeza y un pucherito que amenazaba llanto se dibujó
en su cara. Era como si un ángel negro, casi transparente, volara por la
habitación y se posara caprichosamente en la cabeza de cada uno, por turnos, y
solo ella pudiera verlo desde su pequeño mirador.
Por
lo demás la comida fue espléndida y todos alabaron el punto de horneado del
pavo y lo delicioso del relleno. El fuego de la estufa caldeaba la vieja cocina
y propagaba llamaradas de luz que iluminaban los rostros. Hasta cantaron
villancicos. Pero no hubo brindis: a nadie se le ocurría una frase que no
tuviera un envés doloroso.
-Se
acabó el tiempo -cortó la supervisora, cuando la gente empezaba a levantarse de
la mesa-. El próximo año más. Quizá te dejemos entrar. Cuando te hayas vuelto
más sutil.
Con
resignación de niña a la que se le acaba el recreo, dejó de mirar. Pero ya no
le importaba tener que marcharse. Ahora sabía que no la habían olvidado. Que,
sin estar, seguía estando con ellos. En ellos.
A quienes compartimos una ausencia.