miércoles, 27 de julio de 2016

ESTACIÓN DE CIDONES


                                                             

                Dentro del espléndido catálogo de despojos que esta provincia ofrece, pocas imágenes tan melancólicas como las de las viejas estaciones de tren arrumbadas donde la distancia entre el ayer y el hoy se vuelve abismo en el que caben todos los dones y las pérdidas de la existencia. La estación de Cidones lleva muchos años encubriendo como malamente puede los síntomas fatales de una condena. La línea férrea a la que se había encomendado la mítica empresa de unir dos mares nunca se concluyó. Como tantas veces ocurre en este país de ideaciones que nos exceden, al fervor del proyecto sucedió la desgana, la falta de recursos, quién sabe si algún interesado cálculo. Aquello ya debió alertarnos. Con todo, durante muchos años, este itinerario incompleto transcurrió por nuestra provincia en un ir y venir de de gentes, de mercancías, de cartas. Uno quiere imaginar despedidas de mozos que iban al servicio, trasegar de gallinas y conejos en cestos, naranjas que llegaban de las huertas de Valencia, noticias que corrían de apeadero en apeadero, desertores del campo ambicionando un futuro menos espinoso. Cualquier estación, aun una pequeña como esta, es matriz de historias, testigo de emociones hondas que tienen prisa por ocurrir, inventario de encuentros y adioses. 
        
                Un mal día, en algún lejano despacho, alguien consultó unas estadísticas, abrió mucho los ojos y tomó una decisión: la línea hacía mucho tiempo que había dejado de ser rentable. Nunca más las viejas locomotoras arrastrarían su cansancio por aquel trayecto deficitario, por aquellas vías poco transitadas. Así las conocí yo, ociosas pero no derrotadas, fabricando con su hierro una espera infinita. Me gustaba saltar de traviesa en traviesa, sentir la incomodidad del balasto bajo las zapatillas, soltar el hilo de la mirada hasta donde la fatiga de las paralelas negaba la geometría. La vegetación, siempre tan voraz, las respetaba. Solo conocí un pino que se atreviera a crecer sobre ellas. Me imaginaba vagabundo caminando hasta el Mediterráneo o hasta el Cantábrico, según el color de mis humores.
   
                Supongo que hay otros como yo, que también respiran el aire de la elegía, y que también  acabaron conformándose con tan poco, con tanto: soñar con trenes. Ingenuos. La carcoma del lucro no descansa. Hace un par de años unas máquinas que parecían diseñadas para una pesadilla de chatarras apocalípticas, hicieron su aparición. Y con saña casi humana, con estrépito que solo los pocos y desgastados habitantes de los pueblos pudieron oír, fueron arrancando aquella arteria que ya solo (¡solo!) transportaba nostalgia. Fue una operación limpia y rápida. No se oyeron lamentos. Lo inservible debe desaparecer en aras de un diosecillo insaciable.

                Por entonces, la estación de Cidones y su muelle llevaban ya años de imparable menoscabo, de ocupaciones (¿debería escribirlo con k?), de expolio.  Durante un tiempo un escultor utilizó el muelle como taller. Ahora alberga un rebaño de cabras y ovejas. Perros histéricos deambulan por la sala de espera. Las palomas atraviesan ventanas sin cristales; zurean sobre vigas carcomidas. La ruina definitiva está próxima. No ha habido plan B para una hermosa instalación plantada en un paraje de apacible belleza, un "locus amoenus" de atardeceres demorados, al abrigo de la crestería de pino y piedra de la sierra. Un lugar fresco, de roble y cereal, de chopos y fresnos, que con frecuencia sobrevuelan los buitres y los parapentistas.

                La tarde -casi noche- de plenilunio que tomé estas fotos, un anciano de boina estaba sentado en el muelle, la cabeza apoyada -quizá dormitando- sobre la curva de su cayada, arrullado por el balido de los corderillos lechales. No me atreví a fotografiarlo. Nunca estaremos seguros de que no era un aparecido. En todo caso, era un hombre de otro tiempo, de cuando aún pasaban trenes.

                Dicen que van a construir una vía verde, una senda para caminantes y ciclistas sobre el balasto de la  exvía del tren. Habrá que conceder que era el mejor de los remedios posibles.


                La vieja estación sigue esperando. Es lo que mejor sabe hacer. Es lo que siempre hizo.









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