Era
uno de esos clientes discretos y taciturnos que se esfuerzan por pasar
desapercibidos pero que nunca lo consiguen del todo. No necesitan dar voces,
meter ruido, exigir, contar chistes o hacerse lo simpáticos con la camarera
para, poco a poco, dejar grabada su pálida presencia. Una fuerza interior
dormida parece emanarles de dentro a pesar de su aire tímido. Llegaba puntual a
su hora, las once, y siempre pedía lo
mismo para almorzar: un café con la leche templada y una pulga de jamón. Al
poco tiempo ya no hizo falta que dijera nada, yo sabía lo que deseaba y un
simple gesto era suficiente. Solo una vez cambió su pedido, y se excusó, como
si hubiera cometido una falta:
-Ponme
una manzanilla. Me duele el estómago.
No
hablaba con nadie. Al llegar, saludaba en voz baja, esperaba al café y se
enfrascaba en la lectura del periódico. Muy de vez en cuando coincidía con
algún conocido y se veía obligado a
entablar una conversación de circunstancias. Se le notaba impaciente por
continuar la lectura y marcharse en cuanto –sincronizadamente- terminaba su
consumición y la última página del periódico.
Un
día dejó de venir. Supuse que estaría enfermo o que siendo, como a todas luces
parecía, funcionario, lo habrían
trasladado. Otro cliente –de esos plastas que te dan palique sin venir a cuento
y que parecen saberlo todo de todo el mundo- me dijo que había muerto. Entonces
recordé que, efectivamente, tenía cara de enfermo, parecía víctima una de de
esas largas enfermedades que te van minando desde dentro poco a poco. Traté de
olvidarme de él, aunque he de reconocer que algunas noches, antes de acostarme,
me preguntaba qué habría sido de esa dulce cortesía que desprendían sus escasas
palabras y que tanto agradecemos los que trabajamos tras una barra.
Ayer
volvió. Se sentó, como si nada hubiera pasado, en su taburete. Su aspecto era
un poco diferente, aunque no sabría explicar en qué consistía exactamente el cambio.
Su cara, tal vez era eso, parecía más luminosa, como si le hubieran hecho una
limpieza de cutis y le hubieran dado una fina capa de maquillaje. A pesar de
mis esfuerzos por disimular, debió de notar algo extraño en mi expresión, pero
no dijo nada.
-¿Lo
de siempre? –le pregunté.
Dudó
unos momentos, como si no entendiera la pregunta, como si no recordara todas esas
mañanas de café con la leche templada y pulga de jamón.
-Un
café solo –murmuró.
-¿Y
de comer, no le apetece nada?
-Solo
un café solo –sonrió desvaídamente, al tiempo que de sus hombros titubeantes se
desprendía un fuerte aroma a ausencia.
No
me atreví a preguntarle dónde se había metido todo ese tiempo.
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