Sobre
la superficie brillante el polvo se posa con un empeño tenaz. Hay que pasar la
gamuza o el plumero cada poco –últimamente todos los días- y aun así una puede estar segura de que al
deslizar el dedo su huella marcará un sendero y al mirar al trasluz de los visillos
una ligera capa se revelará sobre la madera lacada en negro del piano. Mantener
la ventana cerrada y soportar ese tufillo insidioso de los lugares sin ventilar
no es el remedio. Antes creía que tenía
un origen, que procedía de algún sitio: las obras de algún vecino, el serrín de una carpintería,
la polvareda de algún rebaño de ovejas lejano traída por el viento, la
masticación incesante de la carcoma en la madera o de esos insectos que devoran
el papel, la carbonilla de las calefacciones. Entraría por las ventanas abiertas
cada mañana para ventilar la casa. Pero no. El polvo parece nacer por
generación espontánea, está siempre en el aire, invisible y acechante; cuando
un rayo de luz concentrada penetra por algún agujero de la persiana se hace
visible, con su bullir de corpúsculos volanderos. Cuantos menos en casa, más polvo.
El polvo llegó antes que nosotros y nos sobrevivirá. Es nuestro futuro. Si lo
empujamos, si lo soplamos, si lo recogemos, enseguida encuentra la forma de
escapar y regresa a su querencia, imantado por el brillo y la negrura. La única
manera de librarse de él es no verlo, no buscarlo, no tocarlo, no provocar sus
remolinos. No despertarlo. No limpiarlo, sobre todo no limpiarlo, porque una se
vuelve cada vez más exigente, más escrupulosa, y limpia sobre limpio. Sobre las teclas de
marfil el polvo es más discreto, pero también está. ¿También estaba antes,
cuando sus dedos las recorrían con frecuencia, cada tarde, muchas mañanas,
algunas noches, y jugaban a perseguirse dejando en su huida un rastro de
música? Al pasar el paño sobre el teclado una aprieta sin querer y suena una
nota y el corazón brinca, espantado por una presencia inexplicable, como si fuera
tan raro sacar algún sonido, como si después de tantos meses de quietud hubiera
de llegar la mudez o el olvido. El piano que se olvidó de sonar. Pero una no
sabe música, qué frustración apenas compensada por la devoción con que él se
entregaba, la manos suspendidas, la mirada suspendida, el breve tiempo antes de
empezar a atacar la pieza también suspendido en una espera hechizada.
El
polvo es nieve sucia. El polvo es la caspa de los días sucios. El polvo es el cansancio de las cosas. El
polvo es el cansancio de una. La música vieja acaba convirtiéndose en polvo.
Los pensamientos también son polvo que se deposita en cualquier sitio. Quizá el
sonido del piano sufra también con el polvo adherido a las cuerdas, a los
macillos que golpean sobre ellas. Ese sonido empolvado es brumoso, le falta
nitidez.
Es
la primera vez que se atreve a levantar la tapa que oculta el mecanismo simple:
las cuerdas, cuidadosamente medidas y alineadas, paralelas, bien sujetas y
tensas, la madera sin pintar por dentro, como en féretro pobre, las clavijas, los
macillos. Una se siente un poco profanadora, mirándole las tripas a un ser
querido, indagando en la maravilla. Es un impulso de médico forense que busca
la causa de una enfermedad que no se curó. Tal vez el polvo salga de dentro, de
esa cueva cálida donde nace y resuena la música, de ese útero.
La
pegatina adherida por dentro debe de llevar allí mucho tiempo, sin que nadie la
lea. Es posible que solo la haya leído quien la escribió. El piano es antiguo,
lo compraron de segunda mano cuando él empezó el tercer año de conservatorio.
Va a buscar las gafas para ver de cerca. Se las tiene prohibidas cuando hace
limpieza como medida de precaución, no quiere ver detalles que acentúen su
manía. Una tiene que buscarse pequeñas fórmulas de autoengaño. Pero siente
curiosidad por la pegatina. Es una pequeña ficha de control, como esas que hay en los
extintores o en los ascensores. Ahora recuerda, mientras lee. El técnico
afinador Ramón Piñeiro dejó constancia del día en que afinó el piano. También
consta su número de teléfono. El espacio
para anotar la próxima revisión está en blanco. Hace diez años de esto. Qué
agujero en el tiempo. Cuántas ausencias contenidas entre esa fecha y el día de
hoy. Mejor no hacer recuento de las pérdidas que en esos años la han dejado
orillada, entretenida en quitarle el polvo a los muebles ociosos, anclada al
silencio del piano.
La
memoria de una fluye como un grifo después de un corte en el suministro por
avería. Parece obstruida y de golpe suelta un escopetazo de agua sucia; luego
vuelve a dejar salir un hilo frágil, seguido de unos borbotones lastimeros y un
petardeo de aire. Por fin, el chorro se serena, se regulariza y, lentamente,
regresa la transparencia. Ramón Piñeiro venía de otra ciudad, Salamanca, cree
recordar, recomendado por el profesor de piano. Era un muchacho joven, no
llegaría a la treintena, esbelto, de rostro pálido y luminoso, con esa luz lunática
de muchas noches negadas al sueño. Una barba recortada sombreaba su perfil y
añadía unas gotas de madurez a su expresión adolescente. Hablaba en gorjeos:
era feliz en su oficio después de haber renunciado a terminar sus estudios
superiores en el conservatorio. “Demasiada exigencia para mí”, explicó risueño,
condescendiente con su falta de ambición.
Afinar
un piano lleva su tiempo, más de lo que una hubiera sospechado. Ramón preguntó
si les importaba que fumara. Aunque nadie nunca había fumado en casa, era
difícil negarle algo a aquel muchacho y una pronto comprendió que haría una
excepción con él en la rígida prohibición que había impuesto a su marido y a
sus amigotes. Era invierno y hacía frío, pero Ramón tuvo la delicadeza de abrir la ventana de la
habitación todo el tiempo que pasó allí. Mientras realizaba su laboriosa y
meticulosa tarea, durante toda una mañana, las rutinas de la casa continuaban.
Claro que no era lo mismo de todos los días. Antes de empezar y luego, como
para amenizar su tediosa comprobación, nota a nota, tecla a tecla, Ramón se
divertía ensayando escalas extremas, de cabo a rabo del teclado, a una
velocidad vertiginosa, como si quisiera poner a prueba las leyes de la música;
o pulsaba acordes tremebundos, de película de miedo, seguidos de otros
infantiles, como de caja de música. Mientras una fregaba, limpiaba, cocinaba,
barría, la casa se llenó de música, de músicas. Melodías ingenuas con
resonancias orientales construidas sobre las teclas negras, aires de jazz,
bandas sonoras de películas, tangos. Nadie molestó a Ramón en todo ese tiempo y
solo se le vio una vez, en que, sudoroso y alegre, asomó para pedir un vaso de
agua. No todo fue alborozo y hermosas canciones. Tecla a tecla, nota a nota, el
afinador fue ajustando cada sonido en una búsqueda casi obsesiva, ajustando
tensiones y distancias, vigilando el buen estado de las cuerdas, de las
articulaciones, de los pedales. La perfección no admite componendas, ni
renuncias. La perfección solo es una. Cada nota es una onda única, una cifra
matemática exacta, y Ramón estaba decidido a no errar el cálculo. El piano
agradecía, un poco a regañadientes, la terapia a que estaba siendo sometido.
Cuando
terminó su tarea, Ramón se marchó como había venido, con su sonrisa, su halo
afirmativo, su presencia entreverada de irrealidad. Durante unos días el piano
sonó con una nitidez casi hiriente, cada nota estallaba en el aire como un
disparo cristalino, inmejorable. Durante unos días, quizá semanas, la
habitación del piano, el piano mismo, guardaron el aroma a tabaco rubio que a
una, en aquella ocasión, por primera vez, no le resultaba asqueroso, como
cuando lo percibía en el aliento de su marido, sino vagamente evocador de algún
antro, algún semisótano en penumbra donde un pianista envejecido, con una copa
siempre mediada esperándole, interpretaba canciones melancólicas. Era como si
estuviera imaginándole un futuro. Todavía hoy, al levantar la tapa, cree
aspirar un perfume un poco rancio, pero agradable.
Le
temblaba un poco la mano cuando marcó el número de teléfono. Una tontería, ya
no está una para esas emociones. Después de tanto tiempo, el piano, más que le
quiten el polvo, lo que realmente necesita es que lo afinen. Por si su hijo se
decide algún día a volver a tocarlo.
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