lunes, 11 de julio de 2016

EL AFINADOR



                Sobre la superficie brillante el polvo se posa con un empeño tenaz. Hay que pasar la gamuza o el plumero cada poco –últimamente todos los días- y  aun así una puede estar segura de que al deslizar el dedo su huella marcará un sendero y al mirar al trasluz de los visillos una ligera capa se revelará sobre la madera lacada en negro del piano. Mantener la ventana cerrada y soportar ese tufillo insidioso de los lugares sin ventilar no es el remedio.  Antes creía que tenía un origen, que procedía de algún sitio: las obras  de algún vecino, el serrín de una carpintería, la polvareda de algún rebaño de ovejas lejano traída por el viento, la masticación incesante de la carcoma en la madera o de esos insectos que devoran el papel, la carbonilla de las calefacciones. Entraría por las ventanas abiertas cada mañana para ventilar la casa. Pero no. El polvo parece nacer por generación espontánea, está siempre en el aire, invisible y acechante; cuando un rayo de luz concentrada penetra por algún agujero de la persiana se hace visible, con su bullir de corpúsculos volanderos. Cuantos menos en casa, más polvo. El polvo llegó antes que nosotros y nos sobrevivirá. Es nuestro futuro. Si lo empujamos, si lo soplamos, si lo recogemos, enseguida encuentra la forma de escapar y regresa a su querencia, imantado por el brillo y la negrura. La única manera de librarse de él es no verlo, no buscarlo, no tocarlo, no provocar sus remolinos. No despertarlo. No limpiarlo, sobre todo no limpiarlo, porque una se vuelve cada vez más exigente, más escrupulosa,  y limpia sobre limpio. Sobre las teclas de marfil el polvo es más discreto, pero también está. ¿También estaba antes, cuando sus dedos las recorrían con frecuencia, cada tarde, muchas mañanas, algunas noches, y jugaban a perseguirse dejando en su huida un rastro de música? Al pasar el paño sobre el teclado una aprieta sin querer y suena una nota y el corazón brinca, espantado por una presencia inexplicable, como si fuera tan raro sacar algún sonido, como si después de tantos meses de quietud hubiera de llegar la mudez o el olvido. El piano que se olvidó de sonar. Pero una no sabe música, qué frustración apenas compensada por la devoción con que él se entregaba, la manos suspendidas, la mirada suspendida, el breve tiempo antes de empezar a atacar la pieza también suspendido en una espera hechizada.

                El polvo es nieve sucia. El polvo es la caspa de los días sucios.  El polvo es el cansancio de las cosas. El polvo es el cansancio de una. La música vieja acaba convirtiéndose en polvo. Los pensamientos también son polvo que se deposita en cualquier sitio. Quizá el sonido del piano sufra también con el polvo adherido a las cuerdas, a los macillos que golpean sobre ellas. Ese sonido empolvado es brumoso, le falta nitidez.





             Es la primera vez que se atreve a levantar la tapa que oculta el mecanismo simple: las cuerdas, cuidadosamente medidas y alineadas, paralelas, bien sujetas y tensas, la madera sin pintar por dentro, como en féretro pobre, las clavijas, los macillos. Una se siente un poco profanadora, mirándole las tripas a un ser querido, indagando en la maravilla. Es un impulso de médico forense que busca la causa de una enfermedad que no se curó. Tal vez el polvo salga de dentro, de esa cueva cálida donde nace y resuena la música, de ese útero.

                La pegatina adherida por dentro debe de llevar allí mucho tiempo, sin que nadie la lea. Es posible que solo la haya leído quien la escribió. El piano es antiguo, lo compraron de segunda mano cuando él empezó el tercer año de conservatorio. Va a buscar las gafas para ver de cerca. Se las tiene prohibidas cuando hace limpieza como medida de precaución, no quiere ver detalles que acentúen su manía. Una tiene que buscarse pequeñas fórmulas de autoengaño. Pero siente curiosidad por la pegatina. Es una pequeña ficha  de control, como esas que hay en los extintores o en los ascensores. Ahora recuerda, mientras lee. El técnico afinador Ramón Piñeiro dejó constancia del día en que afinó el piano. También consta su número de teléfono.  El espacio para anotar la próxima revisión está en blanco. Hace diez años de esto. Qué agujero en el tiempo. Cuántas ausencias contenidas entre esa fecha y el día de hoy. Mejor no hacer recuento de las pérdidas que en esos años la han dejado orillada, entretenida en quitarle el polvo a los muebles ociosos, anclada al silencio del piano.

                La memoria de una fluye como un grifo después de un corte en el suministro por avería. Parece obstruida y de golpe suelta un escopetazo de agua sucia; luego vuelve a dejar salir un hilo frágil, seguido de unos borbotones lastimeros y un petardeo de aire. Por fin, el chorro se serena, se regulariza y, lentamente, regresa la transparencia. Ramón Piñeiro venía de otra ciudad, Salamanca, cree recordar, recomendado por el profesor de piano. Era un muchacho joven, no llegaría a la treintena, esbelto, de rostro pálido y luminoso, con esa luz lunática de muchas noches negadas al sueño. Una barba recortada sombreaba su perfil y añadía unas gotas de madurez a su expresión adolescente. Hablaba en gorjeos: era feliz en su oficio después de haber renunciado a terminar sus estudios superiores en el conservatorio. “Demasiada exigencia para mí”, explicó risueño, condescendiente con su falta de ambición.

                Afinar un piano lleva su tiempo, más de lo que una hubiera sospechado. Ramón preguntó si les importaba que fumara. Aunque nadie nunca había fumado en casa, era difícil negarle algo a aquel muchacho y una pronto comprendió que haría una excepción con él en la rígida prohibición que había impuesto a su marido y a sus amigotes. Era invierno y hacía frío, pero Ramón  tuvo la delicadeza de abrir la ventana de la habitación todo el tiempo que pasó allí. Mientras realizaba su laboriosa y meticulosa tarea, durante toda una mañana, las rutinas de la casa continuaban. Claro que no era lo mismo de todos los días. Antes de empezar y luego, como para amenizar su tediosa comprobación, nota a nota, tecla a tecla, Ramón se divertía ensayando escalas extremas, de cabo a rabo del teclado, a una velocidad vertiginosa, como si quisiera poner a prueba las leyes de la música; o pulsaba acordes tremebundos, de película de miedo, seguidos de otros infantiles, como de caja de música. Mientras una fregaba, limpiaba, cocinaba, barría, la casa se llenó de música, de músicas. Melodías ingenuas con resonancias orientales construidas sobre las teclas negras, aires de jazz, bandas sonoras de películas, tangos. Nadie molestó a Ramón en todo ese tiempo y solo se le vio una vez, en que, sudoroso y alegre, asomó para pedir un vaso de agua. No todo fue alborozo y hermosas canciones. Tecla a tecla, nota a nota, el afinador fue ajustando cada sonido en una búsqueda casi obsesiva, ajustando tensiones y distancias, vigilando el buen estado de las cuerdas, de las articulaciones, de los pedales. La perfección no admite componendas, ni renuncias. La perfección solo es una. Cada nota es una onda única, una cifra matemática exacta, y Ramón estaba decidido a no errar el cálculo. El piano agradecía, un poco a regañadientes, la terapia a que estaba siendo sometido.

                Cuando terminó su tarea, Ramón se marchó como había venido, con su sonrisa, su halo afirmativo, su presencia entreverada de irrealidad. Durante unos días el piano sonó con una nitidez casi hiriente, cada nota estallaba en el aire como un disparo cristalino, inmejorable. Durante unos días, quizá semanas, la habitación del piano, el piano mismo, guardaron el aroma a tabaco rubio que a una, en aquella ocasión, por primera vez, no le resultaba asqueroso, como cuando lo percibía en el aliento de su marido, sino vagamente evocador de algún antro, algún semisótano en penumbra donde un pianista envejecido, con una copa siempre mediada esperándole, interpretaba canciones melancólicas. Era como si estuviera imaginándole un futuro. Todavía hoy, al levantar la tapa, cree aspirar un perfume un poco rancio, pero agradable.


                Le temblaba un poco la mano cuando marcó el número de teléfono. Una tontería, ya no está una para esas emociones. Después de tanto tiempo, el piano, más que le quiten el polvo, lo que realmente necesita es que lo afinen. Por si su hijo se decide algún día a volver a tocarlo.

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