-Me
he vuelto ateo- confesó don Quijote en su lecho de muerte.
En
vano el cura, escandalizado, trató de sacarlo de un error que significaba su
condena eterna.
-Me
he vuelto ateo: Cervantes no existe- remató el caballero.
El
ama lloraba, inconsolable. La sobrina, que se había pasado la noche de claro en
claro leyendo en sueños un libro titulado "Niebla" que aún no había sido escrito, sonreía,
enigmática. Sancho sollozó, nostálgico:
-Lo
prefería loco.
Don
Quijote hizo un gesto a Sancho para que se acercara a su almohada y en un
hilillo de voz, con las ansias de la muerte, le susurró:
-Y
ahora, ¿a quién le entrego yo mi alma?
Cervantes,
alarmado por lo que tenía visos de ser una insumisión de efectos incalculables,
se removió en sus huesos extraviados y
decidió poner PUNTO FINAL.
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