En nuestra
infancia muchos de los pájaros que volaban a nuestro alrededor tenían un
plumaje negro (tordos, cuervos), en blanco y negro (golondrinas, cigüeñas, vencejos,
aviones, urracas), o de colores parduzcos y terrosos (gorriones, ruiseñores,
alondras). Esta sobriedad cromática armonizaba bien con el espíritu sombrío de la época
o les servía para camuflarse y desafiar nuestra inconsciente crueldad (producto
también de aquellos tiempos). Sobre dos de ellos pesaba una prohibición
ancestral no escrita, un tabú religioso que los convertía en intocables. Las
golondrinas le habían arrancado las espinas de la corona a Cristo; las cigüeñas
anidaban muy alto, muchas veces en sagrado, y servían de volátil excusa para no
explicarles a los niños la elemental biología de la reproducción.
Pero
existían unos pajarillos alegres de canto y de plumaje. Su nombre más común es
jilgueros. Nosotros, remarcando sin saberlo su feliz rebeldía contra aquel mundo en
blanco y negro, los llamábamos colorines.