Chéjov, escritor genial, era un humorista de
esa rara estirpe de quienes hacen que te sonría un lado de la cara y se te
humedezca de emoción el otro. En sus cuentos la melancolía sabe dulce. Y
pareciera que se hubiera empeñado en que su muerte tuviera esa misma textura
agradablemente áspera de sus cuentos.
De salud enfermiza, la muerte lo va a
sorprender en un balneario alemán. Cuando se siente mal (es médico y sabe bien
que ha llegado su final), susurra: «Ich Sterbe» (‘Me estoy muriendo’). Una
necesidad autoparódica lo mueve a verbalizar su muerte, como un mal actor en un
mal drama. (Todo lo contrario de lo que él practicó en sus admirables obras
teatrales, un prodigio de sutileza psicológica). Llega su médico, le inyecta
alcanfor y encarga que le sirvan champán. Apenas apurada la copa, muere.
“Una polilla gris de enormes dimensiones entró
por la ventana y, con un ruido desagradable, empezó a chocar contra las
paredes, el techo y la lámpara, como en una agonía de muerte.» (Esto lo cuenta su mujer, la actriz Olga
Knipper).
El cadáver llega a Moscú en un vagón verde
refrigerado con un rótulo donde reza: «Ostras frescas».
En la estación, el cortejo fúnebre de Chéjov
marcha sin saberlo tras el féretro del general Keller, traído de Manchuria, y
todos se asombran de que presida el cortejo un gordo oficial de policía montado
en un caballo gordo, y de que suene música militar. (Así lo relata Gorki en el
prólogo a una edición de cuentos de Chéjov).
Se diría que la Posteridad (en forma de
leyenda póstuma) escribió para él un cuento titulado: «La muerte de Chéjov» y
que, a modo de irónico homenaje, trató de imitar su estilo, sus temas, su
agridulce sentido del humor.
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