La araña se negaba a morir. Habían rociado con un insecticida de amplio espectro toda la casa para acabar con la multitud de bichos que pululaban por ella como Pedro por su casa: moscas, mosquitos, cucarachas, avispas, pececillos de plata, hormigas… Pero la araña se negaba a morir:
—¡Esto es indignante! ¡No soy
un insecto! —repetía una y otra vez — ¡Tengo ocho patas! ¡Soy un arácnido!
Su último
pensamiento, mientras agonizaba
envenenada por el insecticida columpiándose macabramente en su último hilo, fue que ya no hay seriedad en el mundo, que la
chapuza ha invadido también el negocio de los venenos, que ya nada se respeta. Ni
siquiera la taxonomía.
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