Los balidos lastimeros de las ovejas, descarriadas y abandonadas en el desierto, sin una brizna de hierba que llevarse a la boca, parecían decir, remedando las palabras de los burgaleses al comienzo del Cantar de Mío Cid:
-¡Qué buen rebaño seríamos si tuviésemos un buen pastor!
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