Hay palabras que parecen hechas para ser
saboreadas, para disfrutar con su sonido, para dejarse llevar por lo que evocan,
para agradecerle al azar su ciega sabiduría poética. Una de estas palabras tocadas
por la magia es Astrolabio. Su etimología griega (que podríamos traducir
por ‘captor o cazador de estrellas’) ya es suficientemente sugerente y el objeto que designa (un instrumento de
navegación basado en la posición de las estrellas) es en sí mismo bello (se ha
convertido en solicitado artículo decorativo) y nos transporta a una época de viajes
inciertos, de peligrosas travesías marítimas, de descubrimientos. Aquellos
navegantes sabían leer en el inmenso mapa del cielo para encontrar el camino;
ahora solo necesitamos mirar a una pequeña pantalla que nos habla y nos lleva
de la mano y nos dirige como si fuéramos niños que han perdido la capacidad de
orientarse por sí mismos.
No acaba aquí el encanto de astrolabio.
Por una feliz coincidencia que nada tiene que ver con la ciencia etimológica,
esta palabra parece compuesta por otras dos: astro y labio.
Y esta combinación tan extravagante como lírica nos recuerda una conocida frase del poeta
uruguayo Conde de Lautréamont cuando nos habla de algo «bello como el encuentro fortuito, sobre
una mesa de disección, de un paraguas y una máquina de escribir».
Astrolabio nos
autoriza a soñar con estrellas que tienen labios, con besos de luz y otras
divagaciones ingenuamente cursis, inocente divertimento para contrarrestar
tanto cinismo y chabacanería como imperan
en el lenguaje actual.
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