—¡No me
llames tanto! «María por aquí, María por allá. Oye, María. María, ven un momento.
Hazme caso, María…» ¡Me vas a desgastar el nombre!
—Está
bien, Mari.
—Ya
empezamos.
Después
fue Mar, luego Ma y más tarde resultó casi impronunciable: ya sólo la llamaba
con un ruidito sin apoyo vocálico que sonaba a relamerse de gusto (Mmmm…) Finalmente, cuando el nombre se desgastó del todo como un caramelo en la boca, sucedió
que el amor que él le profesaba se volvió indestructible, perfecto. Innombrable,
inefable, como todo lo que más importa.
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