Por fin es
mía la mirada
de Pieter
Brueghel el Viejo
desde esa
altura indefinida, ese leve picado
que acaso
conceden los años,
la veladura
otoñal del amarillo,
una luz de
manzanas ya maduras
sobre la
plaza pululante
de niños
prematuramente viejos
como afectados
de progeria,
eternamente
condenados
a ocupar un
lugar en ese lienzo,
en una extraña
villa sin adultos,
quietos en su
vertiginoso
retozo, un
repertorio de brincos y carreras,
de cabriolas
y luchas, de equilibrios y máscaras,
que a nada ya
conducen,
como el
recuerdo añejo de un placer
hundido en lo
más hondo del olvido,
niños añosos que ocultan su rostro
bajo toscos
costales de cereal,
y es también
mío
ese triste
torpor o esa renuncia
a vivirme
otra vez en la alegría
sencilla de
los juegos, viejo para animar
muñecas y
pelotas que yacen en las manos
dormidas,
como solo saben dormir
las manos en
los cuadros, ceremonias
copiadas en
la iglesia, parodiadas
en altares
herejes,
muchachos y
muchachas que se esconden
para seguir
jugando a los abrazos,
que se bañan
oscuramente desnudos
en un rincón
mal definido,
y también ese niño que tanto te recuerda
trepando a un árbol, a la orilla
de un río perezoso,
detalles que
no pueden ampliarse
sin perder
nitidez, sin volverse una mancha
que el interés derrota,
un aro o un
tonel, una peonza
que rodarán ya
fuera de la escena,
en una
tentativa que no nos pertenece,
ese impulso de fuga
-que el autor antepone a cualquier evasión-
de la calle
que angosta su futuro
y acabará por
ser un solo punto
donde el
tiempo condensa
la energía
terrible de sus pérdidas.