Era una rotonda como tantas otras en aquel
país de innumerables rotondas. Y él era un automovilista como tantos otros en
aquel país de automovilistas frenéticos. Hasta aquel día. Había caído prendado de la voz de su
navegador. Una voz femenina, seductora, imperturbable, sedante.
-Recalculando, recalculando,
recalculando...
La voz misma de la amorosa paciencia.
-Recalculando, recalculando,
recalculando.
Acababa de descubrir la belleza de
circular en la perplejidad, de no verse obligado a tomar una dirección. No
sabía cuándo abandonaría aquella rotonda. Se sentía en la gloria en aquella
glorieta. Mientras tanto, escuchaba, como quien escucha una letanía o una pieza
de música minimalista:
-Recalculando, recalculando,
recalculando...
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