A la salida de la escuela, confundido en el
tropel de muchachos que recobra su agreste libertad festejándola con griterío y
derroche de la energía reprimida, un niño, como jugando, lanza una piedra al
aire que cae sobre la cabeza de un compañero y le abre una brecha. Asustado del
sangriento efecto de su inconsciencia y amparado en el anonimato del grupo, se
escabulle hacia su casa. Después de comer, reconcomido por el remordimiento, le
confiesa a su madre la travesura y esta le obliga a ir a la casa donde se aloja
el herido para pedirle perdón.
Más de medio siglo después lo que queda de
aquel niño con los múltiples añadidos y pérdidas causados por la edad, de
regreso a su provincia natal tras largas ausencias, se da de bruces en la calle
con una palabra olvidada que ahora sirve para nombrar un restaurante: La
Pitera. No había vuelto a oírla, no la había visto escrita nunca y al conjuro
de sus sílabas vuelve a su memoria aquella escena de cobardía infantil en que
practicó, literalmente, el viejo dicho de "tirar la piedra y esconder la
mano", y de paso recibió una lección inolvidable de honestidad y asunción de
responsabilidades.
Una pitera, en el occidente peninsular, según
la utilizábamos allí y entonces, es la brecha o boquete que el impacto de algo
duro provoca en la cabeza. Era un término especializado, no se refería a una
herida cualquiera, sino a esa en particular que con relativa frecuencia nos
infligíamos en nuestras peleas a pedradas y cantazos. Casi diría que su
significado abarca también el esparadrapo y la pequeña calva en la mata de pelo
asociada a la erosión.
No sé si los niños salmantinos de ahora
seguirán usando esa hermosa palabra que
nos evoca una época de costumbres y crueldades menos sofisticadas. No está en
el diccionario académico (sí su forma más común: 'piquera') y uno no puede
evitar lamentar esa ausencia, más dolorosa aún si se la compara con alguno de
los nuevos y deformes términos cobijados en él: webinario,
bitcóin o gentrificación.
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