La mañana estaba atrapada en una
neblina fría que perlaba con un sucedáneo de lágrimas las ramas desnudas de los
árboles del parque. Por momentos, el sol se intuía tras la espesa cortina gris.
Las farolas, desconcertadas y sujetas a las órdenes de sus sensores, encendían
sus globos amarillos o se apagaban siguiendo los vaivenes de la luz.
A lo lejos, por la avenida central, se
perfiló la sombra imprecisa de un hombre que se me acercaba. Creí reconocer
vagamente sus andares, el contoneo inclinado a la izquierda de una cadera
dolorida, la indumentaria pasada de moda.
Venía enmascarado, como casi todos
desde que la enésima ola se había disparado. La cabeza, tocada con un gorro
hasta las orejas, apenas dejaba ver la franja de los ojos.
─
Eres Alberto, ¿verdad?
─No
lo sé ─murmuró sin detenerse.
Se perdió en la niebla.
A mediodía, por fin, el sol logró
abrirse paso entre los archipiélagos de nubes.
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