Desde el momento de su nacimiento supo dos cosas: que su vida iba a ser un breve viaje y que él era diferente. Lo primero no tuvo que aprenderlo, lo sentía tatuado en cada uno de sus frágiles átomos. Lo segundo era fácil de adivinar: solo tenía que fijarse en los de su alrededor. Evitaban rozarlo, como si fueran a mancharse, aunque para ello tuvieran que hacer peligrosas piruetas. Mientras volaban muy apretados creyó oír comentarios despectivos: monstruo, error de la naturaleza, vergüenza. No hizo mucho caso porque lo que más le preocupaba era la caída, a merced del viento, al albur de lo desconocido. Como un parapentista inhábil voló en círculos hasta que se posó. Tuvo suerte, parecía que lo esperaban.
En el patio del colegio la niña de Gambia miraba embelesada la nieve. Era la primera vez que la veía. En su tierra esto no pasaba. El bello espectáculo era un pequeño consuelo por tantos días de saberse extranjera en su nuevo y frío país. Un copo negro se había posado sobre su mano extendida. Lo cobijó como a una mariposa cansada hasta que expiró dulcemente, deshaciéndose sobre su cálida piel, oscura y expectante.
No se lo contó a nadie. No la creerían.
(Relato para un primer día de nieve)
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