miércoles, 8 de septiembre de 2021

TAUROMAQUIA (II)

 

               Éramos gente burlona y entrometida, empeñados en hacer verdadera la imagen que ya desde los tiempos de Cervantes caracteriza a los estudiantes.

                En la plaza de la Facultad, acabadas las clases, desde la escalinata asistíamos al espectáculo. El hombre se situaba en el centro y comenzaba su faena. Con una muleta invisible  se recreaba ejecutando pases y más pases a un toro imaginario. Remataba el lance con una estocada que, a falta de resistencia, daba con sus huesos en el pavimento. Aplaudíamos, jaleábamos, pitábamos, reíamos, agitábamos fulares pidiendo a la presidencia las dos orejas y el rabo, que le eran invariablemente concedidos. El fantástico torero daba la vuelta al ruedo entre vítores con el rostro encendido por el entusiasmo y, en unos instantes, consumido el éxtasis, parecía achicarse, se arrugaba y finalmente, como si se hubiera despojado del traje de luces, se ensombrecía y emprendía su marcha de vagabundo desnortado por las calles de la ciudad.

                ─Desde que se ha puesto de moda la antipsiquiatría los locos andan sueltos por las calles ─comentaba, despectivo y escolástico, Tovar, el profesor de Filosofía, mientras se abría paso entre la turba congregada y lanzaba miradas recriminatorias.

                Así un día y otro, hasta aquel mediodía en que, en mitad de la lidia, el torero se detuvo súbitamente, rescató sus ojos del desvarío y nos interpeló largamente con una lúcida mirada antes de sentenciar:

                ─ Yo no veo ningún toro. Creo que vosotros sí. ¿Quién está más loco? Ahí lo dejo.

                Y se largó sin ni siquiera poner las banderillas, que era la suerte que más nos gustaba. 


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