Éramos gente burlona y entrometida, empeñados en hacer verdadera la imagen que ya desde los tiempos de Cervantes caracteriza a
los estudiantes.
En
la plaza de la Facultad, acabadas las clases, desde la escalinata asistíamos al
espectáculo. El hombre se situaba en el centro y comenzaba su faena. Con una
muleta invisible se recreaba ejecutando pases
y más pases a un toro imaginario. Remataba el lance con una estocada que, a
falta de resistencia, daba con sus huesos en el pavimento. Aplaudíamos,
jaleábamos, pitábamos, reíamos, agitábamos fulares pidiendo a la presidencia
las dos orejas y el rabo, que le eran invariablemente concedidos. El fantástico
torero daba la vuelta al ruedo entre vítores con el rostro encendido por el
entusiasmo y, en unos instantes, consumido el éxtasis, parecía achicarse, se
arrugaba y finalmente, como si se hubiera despojado del traje de luces, se
ensombrecía y emprendía su marcha de vagabundo desnortado por las calles de la
ciudad.
─Desde
que se ha puesto de moda la antipsiquiatría los locos andan sueltos por las
calles ─comentaba, despectivo y escolástico, Tovar, el profesor de Filosofía,
mientras se abría paso entre la turba congregada y lanzaba miradas
recriminatorias.
Así
un día y otro, hasta aquel mediodía en que, en mitad de la lidia, el torero se
detuvo súbitamente, rescató sus ojos del desvarío y nos interpeló largamente
con una lúcida mirada antes de sentenciar:
─
Yo no veo ningún toro. Creo que vosotros sí. ¿Quién está más loco? Ahí lo dejo.
Y
se largó sin ni siquiera poner las banderillas, que era la suerte que más nos
gustaba.
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