En la solitaria parada del autobús
rural el curioso viajero impertinente encontró sobre el asiento, sujeta con una
piedra para que el viento no se la llevara, esta fotonovela que en su juventud
llegó a ser muy famosa: «Simplemente María». No resistió la tentación de hojearla,
algo que en su adolescencia quizá le hubiera avergonzado. Estaba bien
conservada, a pesar de los años transcurridos, del desgaste de dedos y miradas.
Sin duda no había estado a la intemperie, sino cuidadosamente guardada en un
cajón o una estantería. ¿Quién se la habría olvidado allí? ¿Quién podría tener
afición a leer aquella literatura rosa trasnochada, barrida por las telenovelas
venezolanas, mejicanas, turcas o de producción nacional? Estas preguntas y la
presencia misma de la revista con sus fotos apagadas y su ingenuo sentimentalismo
hacían de la moderna cabina de espera una cápsula de tiempo, una nave viajera
por la dimensión inquietante del pasado.
Había más: oculta entre sus páginas encontró
una hoja cuadriculada arrancada de un cuaderno, en la que, con una caligrafía de
la época en que la escritura a mano era una habilidad cultivada, estaba escrito
un poema cuya ingenuidad transparentaba maestría en la versificación, justeza
en los adjetivos y un aroma a poesía decimonónica. Desistió de investigar en el buscador del móvil si se
trataba de un autor conocido, si era unos de aquellos textos que aparecían en
las enciclopedias escolares. Prefería pensar que era la creación anónima de
alguna poeta provinciana lectora de fotonovelas. En todo caso, al transcribirlo con mano un poco
temblona, lo había hecho suyo.
Anulado su espíritu crítico, el
curioso viajero se sintió vulnerable a aquellos versos candorosos,
especialmente a los que memorizó como un ensalmo: «... Me gusta del estribillo/
su repetición tenaz/y hallo en su monotonía/ cierta voluptuosidad.» No era mala
descripción de lo que él sentía a veces al tararear esa melodía repetitiva en
que muchas veces se nos transforma la vida.
Llegó por fin el autobús, que por aquí
llaman «La Serrana». Por un momento dudó si subir a él. La tarde se había
cargado de raros encuentros. Quién sabe a qué inesperado destino podría ser
transportado. Quizá al tiempo irremediablemente perdido de las fotonovelas y la poesía cándida.