"Somos lo que comemos", oyó decir, y vio en esta frase el remedio a su frustración de poeta. A partir de ese momento solo se alimentó de corazones de ruiseñor y pétalos de rosa. La anemia nubló su espíritu crítico y se creyó un Rilke, un Valéry, un Juan Ramón. Pero su poesía no perdió mediocridad y, a cambio, se había instalado definitivamente en la cursilería.
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