Se enamoró de los ojos de aquella
desconocida que viajaba en el asiento de enfrente. Estaban sublimados por una
luz tan alegre que casi daban ganas de llorar. La observaba de soslayo para no
incomodarla pero le resultaba cada vez más difícil ignorar aquel imán donde
iban a morir, entregadas y felices, todas sus miradas. Sobre la superficie
azulada de la mascarilla él le iba
dibujando mentalmente los rasgos que le faltaban: el perfil delicado -un
poco japonés- de la nariz, el abultamiento
delicioso de los labios, la línea pura y ovalada del rostro. Era un juego que
practicaba con mucha frecuencia y que, desgraciadamente, tenía los días
contados: dentro de muy poco las mascarillas dejarían de ser obligatorias.
La mujer se removió en el asiento y se
quitó los auriculares. Parecía molesta con algo, como si tuviera irritada la
cara. Hizo ademán de retirarse la mascarilla.
-No, por favor, no lo hagas -suplicó
él en silencio.
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