miércoles, 2 de junio de 2021

PETRICOR

 




Llueve sobre el campo reseco y  un olor complejo, tan rico en matices que nunca podrá sintetizarse en un laboratorio, que ningún perfumista podrá imitar se esparce por el aire. La tierra, las piedras, la hierba, la paja seca, las hojas de los árboles, las flores, las plantas silvestres... todo huele, todo entrega su más recóndito aroma. Y esa mezcla embriaga, evoca, deleita más que ningún perfume, se hace inolvidable. El mundo se ha vuelto fragante, transpira el anhelo de la sed saciada, del deseo cumplido. Las gotas de lluvia han extraído de cada planta, de cada palmo de tierra un aceite esencial, una nota de olor diferente y todas juntas armonizan.

¿Cómo llamar a este olor? Existe una palabra, 'petricor', inventada por unos geólogos australianos  a partir de una palabra latina y otra griega, que no figura en el DRAE, como tampoco se recoge 'tarabañá' que es como se lo conoce en Argentina. Pero ni una ni otra trasmiten ese sutil entramado de sensaciones, el efluvio hechizado y calmante que emana de la tierra mojada. La una parece artificial, casi razón comercial; la otra carece de refinamiento sensorial.

Hay palabras tan hermosas que no se merecen el significado con que las han cargado el azar, la etimología, el rodar de los años, las misteriosas leyes de la lingüística o esos nombradores que han dejado su huella anónima en los diccionarios. Pensemos en quien encarna el Mal en nuestra tradición judeocristiana y en uno de sus nombres, tan eufónico, tan luminoso: Luzbel. 

Y hay significados que no se merecen la condena de la palabra que les ha tocado en suerte: petricor, tarabañá. Quizá sea mejor así. Sin una etiqueta que lo cerque y defina, ese olor exhalado por la tierra tras la deseada lluvia nos obligará siempre al circunloquio, a rendirnos ante lo inefable.

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