El joven periodista estaba empeñado en
arrancarme el secreto y andaba detrás de mí, pegado a mis zancajos toda la
tarde, desde que empezamos a preparar la leña de roble y prendimos con tiempo la hoguera para que,
lentamente, se fuera aparejando el rescoldo.
Cuando llegó la medianoche, los más
jóvenes pasaron las brasas con pasos firmes y medidos, aplastándolas en cada
pisada como si estuvieran en el lagar, con la esperanza de cerrar el paso al
oxígeno y a la lacerante quemadura. Cargaban a sus espaldas a un ser querido
para que ese dulce peso aliviara el trance.
Cuando llegó mi turno, me descalcé, me
remangué con parsimonia los pantalones y bailé una jota sobre aquella alfombra de ascuas al compás del gaitero. Todos los del pueblo esperaban ese momento, ya
tradicional, corearon mi nombre y me jalearon con silbidos y aplausos. Ya no tengo la agilidad
de antes pero salero no me falta.
El joven periodista se hartó de hacer
fotos y, cuando la fiesta terminó, erre que erre, volvió a la carga. Se empeñó
en invitarme. A las claras se veía que
pretendía emborracharme para que se me soltara la lengua. Yo me dejé: está feo
despreciar un convite. Cuando supuso que ya estaba bien templado después de
tanto morapio trasegado -era casi de madrugada- quiso darme la estocada:
-Bueno, Efrén, dime, ¿cómo haces para
no quemarte?
-No tiene mucho mérito, chaval. Los
viejos siempre tenemos los pies fríos.
No pareció muy satisfecho con la exclusiva.