lunes, 28 de septiembre de 2020

ACHICORIA

 





Cuando septiembre avanza por la amarilla desnudez de sus rastrojos, el caminante se detiene y colecciona en la mirada las últimas flores de la estación, casi todas decayendo hacia el lado frío del espectro: azules, añiles, violetas. (Aunque un astrónomo discreparía: las estrellas se apagan hacia el rojo, no hacia el azul). Es el momento del biércol, de las quitameriendas y de la achicoria. 

¡Achicoria!, con solo pronunciar esta palabra la boca se nos llena de un regusto a  infusión pobre, a desayuno de posguerra. Con el sabor de su raíz tostada trataban de engañar nuestra nostalgia de lo auténtico. Cuanto más pretendían convencernos de sus increíbles beneficios para la salud más agudo era nuestro deseo de llevarnos al paladar el aroma nervioso, cálidamente amargo del café.  

Y sin embargo sus flores azules son hermosas. Quizá no sean la Flor Azul de los sueños del poeta alemán Novalis, ese símbolo romántico de un anhelo inefable identificado con el amor, huérfano de infinito. Pero en su humildad de planta caminera florece la achicoria como un consuelo para el ánimo alicaído por la llegada del otoño. 




viernes, 25 de septiembre de 2020

ÁPICE/PÍCEA

   





Encumbrada en el ápice

de la pícea

(ajena al anagrama)

se espulga la paloma.

Lluvia de otoño.

martes, 22 de septiembre de 2020

HIPÉRBOLA







Cuenta A. K., periodista apresado por los franquistas tras la sangrienta toma de Málaga:

"Arranqué un pedazo de alambre del catre y me puse a garabatear en la pared fórmulas matemáticas. Resolví la ecuación de la elipse, pero no pude sacar la de la hipérbola. Las fórmulas se hicieron tan largas que iban desde el retrete hasta el lavabo." 

Trataba así de hacer más llevadera su estancia en la celda. Curiosa manera de taponar la hemorragia de la mente, de matar el tiempo, antes de que el tiempo lo matara a él. Había sido condenado a muerte por espía (igual lo hubieran podido condenar por haber nacido en Hungría).  Parecería como si un dios matemático y geómetra desde su intocable universo de exactitud y lógica le hubiera concedido una tregua a fin de que completara la ecuación: fue indultado, vivió para contarlo en su  Testamento español, y gozó de largos días hasta que decidió poner fin a ellos en compañía de su esposa.

(Hipérbola, esa curva doble cuyos brazos se separan irremediable, civilizadamente, guardando siempre su simétrica compostura.)

jueves, 17 de septiembre de 2020

LA HORMIGA EN LA PÁGINA

 


Leer en el jardín, al amparo en sombra de un árbol, sintiendo el roce de la brisa fresca de la mañana: un placer solitario.

No tan solitario. El aire está lleno de minúsculos seres afanosos, insectos alados que arrastran un trajín de sísifos en busca de la supervivencia: el alimento, la lucha, la reproducción. Cruzan al trasluz poblando la mirada. De los árboles caen partículas, polvillo fecundador, semillas aladas, hilos de arañas invisibles, hojas muertas que preludian el otoño. Bulle la vida en su registro más primitivo y esencial.

Una hormiga recorriendo la página de la novela rusa intriga y desorienta al lector. ¿Cómo ha llegado hasta allí? Curiosea por los renglones; husmea, ansiosa, la textura del papel. Por momentos parece un crítico literario buscando un defecto de construcción, la genialidad de una frase. El azar la hace detenerse sobre pulgones: Masha comprobó con tristeza el destrozo que los pulgones habían provocado en los rosales del jardín. La hormiga trata de desprender la palabra, de hacerla suya, de llevársela a su hura quizás para ordeñarla. En vano se fatiga. De pronto pierde todo interés y se detiene. Acaba de descubrir que su cuerpo negro sobre la página blanca bien podría tomarse por  la letra de algún alfabeto enigmático. Se tiende horizontal  y quietecita espera pacientemente a ser leída.

sábado, 12 de septiembre de 2020

ABEDUL

 






                                       Antes de conocerte ya soñaba

                                       Bosques lunares de pálidas ramas

                                       Emergiendo entre la niebla de la estepa.

                                       Después tuve un jardín y te planté

                                                   Una tarde de nieve en que el futuro

                                                   Llamó a mi corazón con voz de náufrago.






martes, 8 de septiembre de 2020

PIEDRAS


 

En el pueblo lo conocíamos como Manuel, el de la telefonista. Él no parecía llevar mal que se le conociera como el marido de Adela, la mujer que metía y sacaba clavijas, que gobernaba la centralita telefónica y sabía muchas cosas que no debería haber sabido. Apenas se le veía por las calles, lo suyo era estar siempre en el campo, levantando paredes, arreglando los cercados de piedra de prados y cortinas. No era albañil, no construía casas, no usaba el yeso ni el cemento: juntaba piedras. Y tenía un arte especial para ello. Conocía los trozos de pizarra como nadie, sabía buscarles las vueltas y encajarlos sin argamasa como si fueran piezas de un rompecabezas. Dócilmente se sometían a su designio y ocupaban su lugar en la valla. Podía vérsele a cualquier hora del día, desde muy temprano y hasta que anochecía, agachado junto a alguna de las múltiples cercas de pizarra que separaban las propiedades del término municipal. 

Trabajo no le faltó nunca. Por primorosa que fuera su labor,  el tiempo inclemente, la lluvia, el viento, el hielo, las cabras, los arados y en ocasiones la mala voluntad, se cebaban con los muretes que desfallecían, se abombaban, se hundían, les salían panzas y bultos, sufrían bruscos empellones, perdían las losas que los coronaban y acababan deteriorándose. Los chavales del pueblo -en una tradición heredada de los mayores- estábamos firmemente convencidos de que Manuel hablaba con las piedras y de que estas le contestaban en un idioma que solo él conocía. Lo cierto es que, aunque alguna vez lo espiamos, nunca logramos  sorprenderlo en su extraña charla.

Manuel no se jubiló ni descansó nunca. El cura lo dejó por imposible y le perdonó su ausencia contumaz de la misa de los domingos y fiestas de guardar suponiendo en él cierta debilidad mental y añadiendo la dudosa coartada teresiana de que si Dios está entre los pucheros con mayor razón ha de estar en medio del campo, sobre el humilde templo de piedras alzado por un pobre hombre que ni sabe que cree. 

Y fue precisamente un domingo cuando Manuel dejó de trabajar. Me lo encontré a la puesta de sol, tendido en el suelo, a la sombra de una de sus paredes de pizarra, en el paraje de Fuentebuena, cuando fui a recoger la vaca del prado para devolverla al establo. Tenía la cabeza apoyada en una piedra redondeada, como pulida; una de esas piedras rebeldes e insolidarias, muy rodadas, que no hacen pared porque no tienen esquinas, se escabullen, se resbalan y no se dejan colocar. Me pareció que tenía el hueco de la nuca felizmente acomodado en aquella almohada de pizarra y que sonreía. No me atreví a acercarme a él por si se despertaba.

Recuerdo que aquella noche dormí mal. Había visto en la televisión un episodio de Historias para no dormir y mis sueños se poblaron de seres de pesadilla escapados de la tétrica imaginación de Poe. Uno de los muertos que se levantaba de su tumba tenía la cara de Manuel, sus andares ceremoniosos de piernas abiertas y cuerpo oscilante.

Me despertó el toque de difuntos. Como se había hecho muy de noche y no volvía a casa, Adela se preocupó y dio el aviso. Cuando dieron con él de madrugada estaba casi frío: guardaba un poco de calor, como una de sus piedras después de un día de buen sol.


jueves, 3 de septiembre de 2020

EN LA NUBE






A veces, un poco cansado de sí mismo, del peso de su existir, depositaba temporalmente toda su conciencia en La Nube, y descansaba. Toda su memoria reposaba allí, en algún sitio innominado. Disfrutaba entonces de una plácida sensación de liviandad. Cuando la hacía regresar, su conciencia se le mostraba ubicua, volátil, vaporosa, sin perfiles definidos, con una vaga añoranza de la tierra. Como una nube vagabunda en el cielo de septiembre.