En el pueblo lo conocíamos como
Manuel, el de la telefonista. Él no parecía llevar mal que se le conociera como
el marido de Adela, la mujer que metía y sacaba clavijas, que gobernaba la
centralita telefónica y sabía muchas cosas que no debería haber sabido. Apenas
se le veía por las calles, lo suyo era estar siempre en el campo, levantando
paredes, arreglando los cercados de piedra de prados y cortinas. No era albañil,
no construía casas, no usaba el yeso ni el cemento: juntaba piedras. Y tenía un
arte especial para ello. Conocía los trozos de pizarra como nadie, sabía
buscarles las vueltas y encajarlos sin argamasa como si fueran piezas de un
rompecabezas. Dócilmente se sometían a su designio y ocupaban su lugar en la
valla. Podía vérsele a cualquier hora del día, desde muy temprano y hasta que
anochecía, agachado junto a alguna de las múltiples cercas de pizarra que
separaban las propiedades del término municipal.
Trabajo no le faltó nunca. Por
primorosa que fuera su labor, el tiempo
inclemente, la lluvia, el viento, el hielo, las cabras, los arados y en
ocasiones la mala voluntad, se cebaban
con los muretes que desfallecían, se abombaban, se hundían, les salían panzas y
bultos, sufrían bruscos empellones, perdían las losas que los coronaban y
acababan deteriorándose. Los chavales del pueblo -en una tradición heredada de
los mayores- estábamos firmemente convencidos de que Manuel hablaba con las
piedras y de que estas le contestaban en un idioma que solo él conocía. Lo
cierto es que, aunque alguna vez lo espiamos, nunca logramos sorprenderlo en su extraña charla.
Manuel no se jubiló ni descansó nunca.
El cura lo dejó por imposible y le perdonó su ausencia contumaz de la misa de
los domingos y fiestas de guardar suponiendo en él cierta debilidad mental y
añadiendo la dudosa coartada teresiana de que si Dios está entre los pucheros
con mayor razón ha de estar en medio del campo, sobre el humilde templo de
piedras alzado por un pobre hombre que ni sabe que cree.
Y fue precisamente un
domingo cuando Manuel dejó de trabajar. Me lo encontré a la puesta de sol, tendido en
el suelo, a la sombra de una de sus paredes de pizarra, en el paraje de
Fuentebuena, cuando fui a recoger la vaca del prado para devolverla al establo. Tenía la
cabeza apoyada en una piedra redondeada, como pulida; una de esas piedras
rebeldes e insolidarias, muy rodadas, que no hacen pared porque no tienen
esquinas, se escabullen, se resbalan y no se dejan colocar. Me pareció que tenía el hueco de
la nuca felizmente acomodado en aquella almohada de pizarra y que sonreía. No
me atreví a acercarme a él por si se despertaba.
Recuerdo que aquella noche dormí mal.
Había visto en la televisión un episodio de Historias para no dormir y mis
sueños se poblaron de seres de pesadilla escapados de la tétrica imaginación de Poe. Uno de los muertos que se levantaba
de su tumba tenía la cara de Manuel, sus andares ceremoniosos de piernas
abiertas y cuerpo oscilante.
Me despertó el toque de difuntos. Como
se había hecho muy de noche y no volvía a casa, Adela se preocupó y dio el
aviso. Cuando dieron con él de madrugada estaba casi frío: guardaba un poco de
calor, como una de sus piedras después de un día de buen sol.