A veces se entretenía tomando una
palabra en la boca, desmenuzándola, articulándola despacio y reiteradamente
hasta que se desprendía de su significado. El ejercicio era especialmente
interesante con los pronombres. Pongamos por caso: Él. Él, él, él, él, él...
Así un buen rato hasta que no era más que una secuencia fónica, puro sonido,
morfema de un idioma desconocido. Nada más, sin esa costumbre espuria de
designar algo. Y cuando ya la tenía así, desnuda, vaciada, disponible, volvía a
cargarla con su sentido y este ahora le
parecía completamente nuevo, puro, renacido, con un nuevo vigor.
Un día lo
intentó con el pronombre yo. Una vez que lo dejó limpio, descarnado, sin estrenar, fue incapaz de devolverle el significado. Y supo entonces -entre el
pánico y el asombro- que había alcanzado una forma de sabiduría que hasta ese
momento le era desconocida.
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