En esta época de pensamiento frágil y
relativismo, de sentimientos lábiles, de la erosión de las palabras, del miedo
a que estas hieran; ahora, cuando tanto hablamos y tan poco decimos, hay
categorías que no podemos soportar por su franqueza. Los adverbios de negación
y de afirmación deberían ser absolutos, inapelables, pero hace tiempo que han
dejado de serlo y se han tendido puentes con los adverbios de duda hasta
hacerlos un todo continuo. Parece que tememos a un 'si' o a un 'no', a su brevedad cortante -es una característica
de muchos de los idiomas-, a su carácter definitivo. Así lo revelan nuestros
usos lingüísticos recientes.
Es
casi una marca generacional -como lo fue el '¿verdad?' o el 'mire usted' de
políticos arcaizantes- el empleo, a veces irritante, de la muletilla '¿no?' tras
cualquier aseveración, como si necesitáramos de la aquiescencia constante del
receptor. No queremos arriesgarlo todo en una afirmación; de ahí la sucesión
bipolar, 'Sí, ¿no?' que parece entronizar en la conversación el principio de
incertidumbre. Parece que un 'no' es insuficiente y empleamos giros
redundantes, pleonásticos: 'No es no' o '¿Qué parte del no no has entendido'.
En esta misma línea de desconfianza respecto a las nociones absolutas ha nacido
la tan frecuente 'sí o sí', imposible disyunción para reafirmar nuestra
voluntad debilitada.
Tal vez se vive mejor instalados en la duda. Eso nos exime de parecer dogmáticos o de aceptar responsabilidades, ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario