Absorto en su lectura, inmóvil, se diría que el poeta está sentado desde siempre en su banco de una calle de Baeza. Si no conociéramos su historia dolorida podríamos creer que fue estatua antes de ser hombre.
¿Qué lee con eterno interés el poeta? ¿Acaso uno de esos pesados librotes de filosofía, plúmbeos en su sentido literal, a que se hizo tan aficionado? ¿La crítica de la razón pura kantiana, tal vez?
Parece una broma. Por mucho que nunca haya dejado de ser un recién llegado y que los poetas tengan fama de desnortados, no parece necesario un plano para no perderse en la pequeña ciudad.
Y su proverbial frugalidad con la comida, las estrecheces de su modesto hospedaje en pensiones...
... no justificarían que buscara ofertas de comida rápida para engullirla en plena calle.
Los viandantes van y vienen. Algunos lo miran. Todos acaban pasando. La mayor parte no lo ve aunque le dirija una de esas miradas estériles que la costumbre ha vaciado de luz. Cae la tarde. Ha empezado a llover. El ala de su sombrero embalsa un poco de agua, suficiente para aplacar la sed de un gorrión
Si ahora nos fijáramos en el libro, si nos acercamos bien, veremos lo que verdaderamente lee el poeta. El hermoso poema, único y transitorio, solo al alcance de los que se sientan a contemplar el mundo, que las gotas de lluvia, con su caligrafía infantil, escriben continuamente en el libro de bronce.
Un día como hoy, hace 79 años, murió en Collioure Antonio Machado.
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