La mujer ofrece su mercancía junto
al puesto del vendedor de cupones bajo los soportales de la plaza. La mañana
está metida en agua, una lluvia tan deseada como molesta punza el rostro de los
peatones.
-Perdone la pregunta, ¿qué es eso
que está vendiendo?
-Gargantillas.
El rostro del curioso, opaco, parece
no traslucir nada, como si le hablaran en un idioma desconocido. Una mirada más cuidadosa
habría advertido una chispa de malicia en los ojos.
-Son para la garganta. Están
bendecidas.
Las cintas de colores cuelgan de un
bastidor, se mueven como lenguas de serpiente agitadas por la brisa húmeda. A
la charla se suma el vendedor de cupones, aburrido de pregonar.
-Se las pone uno por San Blas, que
es el santo protector de la garganta.
-Y el miércoles de ceniza se queman
-completa el cuponero.
-¿Hay que hacer algo con las
cenizas después?
Los dos informantes se miran,
dubitativos. El turista bien podría ser uno de esos pelmazos que se hartan de
preguntar, que incluso toman fotos sin pedir permiso para colgarlas en su blog
y se van sin comprar nada. La pregunta tiene además un solapado aire fúnebre.
La vendedora sale del apuro como puede:
-No hacen casi ceniza.
El hombre insinúa el ademán de pedir
una gargantilla.
-¿Cuánto cuesta?
No se atreve a regatear con un
objeto sagrado, no siendo que pierda su mágica virtud.
-¿De qué color la quiere?
-¿Sirven todas igual?
-Pues claro. Va en gustos.
-Roja, entonces.
La mujer se la anuda con gracia
alrededor del cuello.
-Protege más que la bufanda -cierra
con sorna el invidente que ha adivinado el final de todo el proceso.
El hombre se quita la bufanda y deja
que el aire frío se le cuele por el cuello.
-Tampoco vaya a pasarse -le deja
dicho la mujer, con media sonrisa.
El hombre continúa su paseo. El roce
de la gargantilla es suave, la tela parece satinada. Reconoce ese tacto.
Necesitaba volver a escuchar la sugestiva palabra -gargantilla- , que no había oído desde la infancia, para constatar que seguía viva, para no
dudar de sus recuerdos. Necesitaba que una extraña le contara de nuevo aquella
cándida historia de santoral y devoción popular. Necesitaba silenciar por un
momento el férreo dictado de su mente racionalista. Un paréntesis para el
pensamiento maravilloso. Sentirse extraño para sí mismo, un turista en su
propia ciudad, un invitado en sus propios recuerdos. Exhumar lo que yacía
sepultado en su memoria.
El viaje a la niñez le ha costado un
euro.