Dentro
del espléndido catálogo de despojos que esta provincia ofrece, pocas imágenes
tan melancólicas como las de las viejas estaciones de tren arrumbadas donde la
distancia entre el ayer y el hoy se vuelve abismo en el que caben todos los
dones y las pérdidas de la existencia. La estación de Cidones lleva muchos años
encubriendo como malamente puede los síntomas fatales de una condena. La línea férrea
a la que se había encomendado la mítica empresa de unir dos mares nunca se
concluyó. Como tantas veces ocurre en este país de ideaciones que nos exceden,
al fervor del proyecto sucedió la desgana, la falta de recursos, quién sabe si
algún interesado cálculo. Aquello ya debió alertarnos. Con todo, durante muchos
años, este itinerario incompleto transcurrió por nuestra provincia en un ir y
venir de de gentes, de mercancías, de cartas. Uno quiere imaginar despedidas de
mozos que iban al servicio, trasegar de gallinas y conejos en cestos, naranjas
que llegaban de las huertas de Valencia, noticias que corrían de apeadero en
apeadero, desertores del campo ambicionando un futuro menos espinoso. Cualquier
estación, aun una pequeña como esta, es matriz de historias, testigo de
emociones hondas que tienen prisa por ocurrir, inventario de encuentros y
adioses.
Un
mal día, en algún lejano despacho, alguien consultó unas estadísticas, abrió
mucho los ojos y tomó una decisión: la línea hacía mucho tiempo que había
dejado de ser rentable. Nunca más las viejas locomotoras arrastrarían su
cansancio por aquel trayecto deficitario, por aquellas vías poco transitadas.
Así las conocí yo, ociosas pero no derrotadas, fabricando con su hierro una
espera infinita. Me gustaba saltar de traviesa en traviesa, sentir la
incomodidad del balasto bajo las zapatillas, soltar el hilo de la mirada hasta
donde la fatiga de las paralelas negaba la geometría. La vegetación, siempre
tan voraz, las respetaba. Solo conocí un pino que se atreviera a crecer sobre
ellas. Me imaginaba vagabundo caminando hasta el Mediterráneo o hasta el
Cantábrico, según el color de mis humores.
Supongo
que hay otros como yo, que también respiran el aire de la elegía, y que también acabaron conformándose con tan poco, con
tanto: soñar con trenes. Ingenuos. La carcoma del lucro no descansa. Hace un
par de años unas máquinas que parecían diseñadas para una pesadilla de
chatarras apocalípticas, hicieron su aparición. Y con saña casi humana, con
estrépito que solo los pocos y desgastados habitantes de los pueblos pudieron
oír, fueron arrancando aquella arteria que ya solo (¡solo!) transportaba
nostalgia. Fue una operación limpia y rápida. No se oyeron lamentos. Lo
inservible debe desaparecer en aras de un diosecillo insaciable.
Por
entonces, la estación de Cidones y su muelle llevaban ya años de imparable
menoscabo, de ocupaciones (¿debería escribirlo con k?), de expolio. Durante un tiempo un escultor utilizó el
muelle como taller. Ahora alberga un rebaño de cabras y ovejas. Perros
histéricos deambulan por la sala de espera. Las palomas atraviesan ventanas sin cristales; zurean sobre vigas carcomidas. La ruina definitiva está próxima.
No ha habido plan B para una hermosa instalación plantada en un paraje de
apacible belleza, un "locus amoenus" de atardeceres demorados, al abrigo
de la crestería de pino y piedra de la sierra. Un lugar fresco, de roble y
cereal, de chopos y fresnos, que con frecuencia sobrevuelan los buitres y los
parapentistas.
La
tarde -casi noche- de plenilunio que tomé estas fotos, un anciano de boina estaba sentado en el muelle, la
cabeza apoyada -quizá dormitando- sobre la curva de su cayada, arrullado por el
balido de los corderillos lechales. No me atreví a fotografiarlo. Nunca
estaremos seguros de que no era un aparecido. En todo caso, era un hombre de
otro tiempo, de cuando aún pasaban trenes.
Dicen
que van a construir una vía verde, una senda para caminantes y ciclistas sobre
el balasto de la exvía del tren. Habrá
que conceder que era el mejor de los remedios posibles.
La
vieja estación sigue esperando. Es lo que mejor sabe hacer. Es lo que siempre hizo.