Muchas
veces había estado tentado de cambiarse a la sanidad privada, exasperado por la
informalidad de las citas en la sanidad pública. Nunca respetaban la hora que
le habían dado y no había forma tampoco de adivinar cuánto sería el retraso. A
pesar de su condición de enfermo aprensivo que necesita periódica y
puntualmente algún remedio farmacológico, algún placebo, alguna prueba
diagnóstica, o al menos esas palabras de su doctora que despejaban la negras
brumas de una imaginación catastrofista, el sistema lo trataba como a un
advenedizo, sin mostrar con él la mínima
consideración debida a un paciente entregado.
Su
mente matemática había tratado de buscar un patrón, algún modelo estadístico
capaz de introducir un mínimo atisbo de certeza en el imprevisible curso de los
aplazamientos. No podía resignarse a aquella caótica demora en los horarios,
tenía que haber alguna forma de someter a norma sucesos aparentemente azarosos.
En concreto para hoy, tras analizar diversos factores (la climatología, la
programación televisiva matinal, la prevalencia de la epidemia de gripe, el hecho
de ser lunes, los últimos cambios en la normativa laboral...) llegó a la
conclusión de que el cómputo global de
desfase acumulado a la hora en que él tenía la cita rondaría los cincuenta
minutos. Se presentó, pues, media hora después de la que tenía señalada con la
seguridad de que aún le tocaría esperar. "Más de un cuarto de hora",
calculó para sus adentros con el resuello fatigado, mientras se obligaba a
subir a andando al cuarto piso del centro de salud
.
Fue
consciente de su error de cálculo al ver la sala de espera vacía; vacía como si
una epidemia de vigor se hubiera apoderado de todos los jubilados de la ciudad,
como si una ola de entusiasmo hubiera hecho desaparecer a todos los
solicitantes de una baja laboral. Hasta los enfermos crónicos, con los que
cruzaba un furtivo saludo de reconocimiento, algo así como el secreto signo del pez de los antiguos
cristianos, le habían fallado. Llegó a añorar lo que siempre le había molestado
tanto: ese microcosmos enfermizo de quienes aguardan en la antesala del médico,
con sus conversaciones deprimentes, sus silencios de mal agüero, la extraña
apatía de los niños, la animación fingida de los habituales, el
empecinamiento de algunos en zambullirse en la irreal normalidad de la pantalla
del móvil.
Entró
en pánico. Todo su día giraba en torno a esta visita consoladora. No podía
imaginarse el futuro sin esos minutos reconfortantes de confesión ante su
médica que terminaban, invariablemente, cuando ella le extendía, dadivosa y
comprensiva, una receta. ¿Era posible que algún suceso apocalíptico hubiera
alterado el discurrir de los acontecimientos a una escala que él no lograba
imaginar y que la consulta no tuviera lugar ni hoy ni nunca más? Una llamarada
de frío horror le subía del estómago. Solo logró tranquilizarse cuando, a la
llamada angustiosa de los nudillos de su mano derecha sobre la puerta,
respondió desde el otro lado una voz conocida:
-Espere
su turno, por favor. Estoy ocupada.
Hojeó
una desgastada revista sin llegar a leer nada. De atrás hacia adelante y al
revés. Varias veces. No buscaba distraerse con la lectura, ni siquiera con las
fotografías que iban pasando rápidamente ante sus ojos; era el movimiento ágil
de los dedos y el ruido seco de las hojas lo que necesitaba para aplacar su
ansiedad. Desde dentro de la consulta le llegaba un murmullo amortiguado en el
que la voz de su doctora se entrelazaba con otra voz de mujer y con el llanto
monótono, pertinaz, de un bebé.
Al
fin se abrió la puerta. Salió una chica joven con una niña de pecho en brazos.
En un primer vistazo advirtió en ella a la madre primeriza que ha volcado todo
su amor, toda su capacidad de protección y cuidado en una criatura. Vestía con
ropa holgada, colorista. Daba la impresión de ser una de esas campesinas improvisadas que se han instalado
en las comarcas abandonadas y han adoptado una forma de vida franciscana. En la
sala desierta la mujer buscó con los ojos y no tardó en posar sobre él una mirada
sonriente.
-No
te importa, ¿verdad? -el tono de familiaridad, el tuteo, no resultaban violentos
en ella y desarmaron, sin que él fuera consciente, cualquier conato posterior
de resistencia. Le tendió el bebé como quien invita a compartir un pedazo de
paraíso.
Instintivamente
se contrajo, apretó los brazos contra el pecho en ademán de defensa. Alguna
vez, hacía mucho tiempo, su hermana había tratado, ilusionada, de que
sostuviera a su primer hijo recién nacido y más tarde, cuando el bebé ya tenía
algunos meses, volvió a ofrecérselo, pero él siempre se negó sin pensar. El
miedo a lo desconocido, a su propia torpeza, a la fragilidad dolorosa que
emanaba de esos seres pequeños, a medio hacer, lo atenazaba siempre. Temía que su
primer -y por entonces único- sobrino se le escurriera de entre las manos y se
le rompiera. Que se le quebrara el cuello inmaduro. O peor, que arrancara a
llorar inconsolablemente al acercárselo a la cara y le revelara su verdadera
condición de monstruo. ¿Y qué decir en
esos momentos? Esas frases ñoñas, esas palabras deformadas, falsamente
infantiles, esa entonación claudicante. Se sentiría ridículo bajando a ese
registro irracional del lenguaje.
Su
hermana acabó por desistir y a partir de entonces en la familia hubo un acuerdo
tácito. Para no incomodarlo, quizá para no avergonzarlo y provocar su
irritación, nunca más se le brindó la ocasión y ninguno de sus sobrinos
pequeños le fue confiado.
Y
ahora una desconocida le entregaba sin ningún miramiento a su lloroso tesoro y él, tras un primer ademán de rechazo, sumisa, bobaliconamente, estaba
acogiendo entre sus brazos aquel cuerpecillo tembloroso que emitía una tibieza
dulce e irresistible, un olor antiquísimo y nutricio. Los ojos de la pequeña se clavaron en él, curiosos, inquisitivos y,
en una transformación que a él le resultó maravillosa, cesó su llanto.
-Necesito
las dos manos para hacerlo- explicó la madre.
Solo
había visto algo semejante en algunos documentales de sobremesa y se sorprendió
contemplándola con ojos de turista. Vagamente la escena le recordaba a alguna
campesina indígena que se aprestaba a ir al mercado a vender los productos de
su huerto con su hijo pequeño colgando de su espalda. Quizá un tuareg
enrollándose el turbante azul alrededor de la cabeza. Una mujer hindú
vistiéndose con su sari de fiesta tradicional. Un torero enfundándose su traje
de luces antes de salir al ruedo. Ese complicado nudo de la corbata que seguía
siendo incapaz de anudarse. La madre empezó a colocarse alrededor del torso y
la cintura una larga tela -un rebozo portabebés, precisaría ella- siguiendo un
ceremonial bien memorizado.
No
tuvo necesidad de hacer muecas, ni de pronunciar palabras, de insinuar mimos ni
carantoñas, mientras la mecía suavemente. La niña parecía contenta y satisfecha
entre sus brazos, sin exigirle nada, como si hubiera descubierto algo dentro de
él, una fuente secreta de ternura que solo ella había sido capaz de aflorar y
de la que sorbía lentamente. De vez en cuando la madre los miraba y sonreía.
-
Ya está -dijo ella, extendiendo los brazos.
-¿Ya?
- hubiera querido decir él.
Por un segundo, tuvo la conmovedora percepción
de que el pequeño cuerpo se resistía a despegarse del suyo.
Dentro del marsupio recién acondicionado la niña lo siguió mirando, torciendo
su cuello inmaduro, mientras se alejaban. Él lamentó su maldita timidez, la lentitud de
reflejos: no le había preguntado a la madre el nombre de la pequeña. No quería
que aquel recuerdo fuera anónimo. Se consoló pensando que, con un poco de
suerte, quizá se las encontrara alguna vez por la calle en día de mercadillo, cuando bajaran del pueblo a aprovisionarse o a vender productos del huerto.
Desde
la puerta de la consulta, la doctora, con un gesto complacido que él nunca le había visto,
lo invitaba a pasar.
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