Mis
padres eran unos excelentes actores de teatro. Los dos.
Si
me obligaran a preferir a uno de ellos, escogería a mi madre por su constancia
y la ausencia total de énfasis en su trabajo. Sus interpretaciones eran veraces
a más no poder y ello no parecía exigirle demasiado esfuerzo. Sobria de gestos
y de palabras, mantenía la ficción con mínimo gasto y máxima eficacia. Su
especialidad eran los personajes de mujer tradicional, modosa y cálida, ansiosa
de encontrar un marido al que entregarse y de formar una familia. La típica
chica de clase media que tiene muy claro su objetivo en la vida y no se aparta
de él: la madre perfecta. Ahí lo bordaba. Y conseguía sacarle todo el partido a
un papel tan poco lucido, tan ingrato en cualquier obra. Era imposible no
creerla. Con los años se fue enriqueciendo de matices, aportando la sutileza
que solo da la experiencia. Y el quiebro imperceptible, la leve insinuación de
malicia o impostura con la que a veces sazonaba su actuación, no hacían más que
reforzar la impresión de estar asistiendo a una escena de la vida real.
Mi
padre era distinto, tanto en técnica como en carácter. Como si hubiera
estudiado en una escuela de actuación menos atenta a la verosimilitud que a la
pasión. Amaba los grandes gestos y las grandes palabras. Sobreactuaba con
frecuencia, tendía al histrionismo, al recurso fácil, a la dramatización
subrayada. Disfrutaba a partes iguales acariciando y golpeando sobre el
escenario. Lloraba y reía desaforadamente, a raudales. Buscaba el aplauso
fácil, la lágrima fácil, el dramón. Resultaba espectacular pero no conseguía
privar del todo a su público de una sensación de engaño trabajosamente
disimulada. El contraste con mi madre era tan evidente como arrebatador.
Mezclaban a la perfección; formaban un dúo que empastaba sus voces hasta lograr
una fusión única, irrepetible.
Es
una pena que yo no haya sido consciente hasta muy tarde de cuán grandes
intérpretes tenía en mi casa. Ya nada tiene remedio y me he educado con esa penosa ignorancia que me
ha impedido aprender de ellos. Sería cruel para con mis propios recuerdos si empezara ahora a dudar de la felicidad, del ambiente
de armonía familiar en que crecí, de esa comedia rosa que ellos se esforzaban
en representar para mí.
Mi
padre murió hace años y se llevó el secreto del oficio a la tumba.
Mi
madre murió ayer. Sus últimas palabras, en la que se condensa todo un tratado
de la interpretación, fueron:
-Llevo
odiando a tu padre desde nuestra noche de bodas. Pero no quería que te
enteraras.
Qué
pena que su público fuera tan reducido. Qué pena que ya no puedan escuchar mis
aplausos.
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