Toda su
vida profesional la pasó corrigiendo textos ajenos, primero en un periódico y más tarde en una editorial, hasta que
las modernas herramientas informáticas de ortografía y tipografía lo
convirtieron en un empleado casi obsoleto y terminaron por prejubilarlo.
Más que de
la sintaxis o de las letras, era un maniático de los signos ortográficos, tan maltratados por la mayoría de quienes se toman la molestia de utilizarlos. En sus largas jornadas después de jubilarse le dio
muchas vueltas al epitafio que figuraría en su lápida. Se recreaba en la
posibilidad de dejar un mensaje críptico, a la vez que repleto de simbólico
significado.
Pensó
primero en encargar que grabaran un solo punto sobre el frío mármol (el
punto final de su propia historia); después jugó con la idea, que le pareció
muy sutil, de que fueran tres puntos suspensivos (un relato interrumpido que
quizá tuviera continuidad más allá; la sugerencia de una perplejidad); tampoco le
parecía mal el símbolo del paréntesis (la vida no era más que un efímero
paréntesis en medio de la nada).
La muerte
en forma de infarto fulminante sorprendió al corrector en estas divagaciones antes
de que se decidiera a dejar constancia escrita de su última voluntad.
Su único
heredero, un sobrino nada ilustrado y escasamente imaginativo con el que había tenido muy poco trato, mandó
grabar sobre su tumba únicamente su nombre: ALVARO PEREZ LOPEZ.
Si existe
otra vida, el infortunado corrector estará sufriendo por ese triple error
irreparable: las tres tildes que faltan en la inscripción.