Hay algunas palabras que escapan a la ciencia de los etimólogos. El diccionario las califica de origen incierto, negándoles así ese derecho elemental de tener una filiación. Son, por así decirlo, palabras bastardas, hijas de nadie, perros de mil leches. Por antiguas, por vulgares o por rebeldes no se reconocen en ningún linaje. Una de estas palabras es sabañón.
A quienes nacimos en los cincuenta en un pueblo como tantos otros de la España rural y mesetaria no hace falta que nadie nos explique su significado: la memoria de nuestra piel aún guarda el doloroso recuerdo de la hinchazón, el dolor y la escocedura (¡atención al efecto paradójico del frío extremo que produce una sensación de quemazón!) que traían asociados. Las fuentes de calor que se estilaban (la lumbre y el brasero) no alcanzaban a vencer la inmensidad del frío ambiental, sobre todo si realizabas tareas en el exterior como ir a buscar agua a la fuente en los meses más crudos del invierno. Compañeros inseparables de manos y pies en nuestra infancia, los sabañones parecen cosa del pasado, una reliquia de un tiempo de inviernos rigurosos, y la palabra que los designa apenas se utiliza. Es un término en peligro de extinción por falta de uso y deberíamos alegrarnos de que ya solo sea pasto de los diccionarios. No ocurre lo mismo con otras palabras que están también dejando de usarse cuando son más necesarias que nunca: honestidad, bonhomía, discreción, embeleco... pongo por caso.
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