Antes de que la llegada de la nieve (si es que llega) imponga la tiranía uniformada del blanco, apurando la última clemencia del otoño, estos campos, habitualmente pardos y apagados a estas alturas del año, exhiben una extravagante paleta de colores: un verde otoñal lustroso en el prado, el verde sobrio de la encina, el anaranjado insólito de los barbechos, los últimos amarillos de las hojas y el ceniciento ribete del páramo acechando en el horizonte.
Si recortáramos un retal de este tapiz y avanzáramos en la abstracción, nos iríamos acercando a la pintura de Rothko, a su ascetismo cromático, a la desolada desnudez de las emociones.
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